This is an excerpt from Hans-Hermann Hoppe’s foreword to Murray Rothbard’s The Ethics of Liberty.
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Rothbard y el aborto
Este es un extracto del prólogo de Hans-Hermann Hoppe al libro The Ethics of Liberty de Murray Rothbard.
El capítulo de La ética de la libertad más difícil de aceptar por los conservadores, sobre «Niños y derechos», parece tener una perspectiva diferente. En este capítulo, Rothbard argumentaba a favor del «derecho absoluto [de una madre] a su propio cuerpo y, por tanto, a realizar un aborto». Rechazaba el argumento del «derecho a la vida» no basándose en que el feto no fuera vida (de hecho, desde el momento de la concepción, estaba de acuerdo con la postura católica de que era una vida humana), sino sobre la base fundamental de que no es adecuado ni posible que exista un universal «derecho a la vida», sino exclusivamente un universal «derecho a vivir una vida independiente y separada» (y que un feto, aunque sin duda vida humana, indudablemente hasta el momento de nacer no es independiente, sino, biológicamente hablando, una vida «parásita» y, por tanto, no tiene ningún derecho frente a la madre). Además, tras el nacimiento del niño, una madre (y con su consentimiento los padres juntos),
tendrían la tutela de sus hijos, una propiedad limitada solo por la ilegalidad de agredir a sus personas y por su derecho absoluto a huir o dejar su hogar en cualquier momento. Los padres podrían vender sus derechos de tutela a cualquiera que quisiera comprarlos a cualquier precio mutuamente acordado. (p. 104)
Mientras los hijos no hayan abandonado el hogar, un padre:
no tiene derecho a agredir a su hijo, pero tampoco el padre debería tener una obligación legal de alimentar, vestir o educar a su hijo, ya que dichas obligaciones conllevarían actos positivos obligados al padre y privaría al padre de sus derechos. Por tanto, el padre no puede matar o mutilar a su hijo (…) pero debería tener el derecho legal a no alimentar a su hijo, a dejarle morir. (p. 100)
Para evitar cualquier confusión, en la siguiente frase, Rothbard recordaba a su lector el ámbito estrictamente delineado de su tratado sobre filosofía política y apuntaba que «el si un padre tiene o no una obligación moral en lugar de aplicable legalmente de mantener vivo a su hijo es una cuestión completamente distinta». Sin embargo, a pesar de esta cualificación explícita y la tendencia general de La ética de la libertad, estas declaraciones se utilizaron en círculos conservadores en el intento de impedir una infiltración y radicalización libertaria en el conservadurismo estadounidense contemporáneo. Por supuesto, la teoría política conservadora era una contradicción en sus términos. El conservadurismo significaba esencialmente no tener, e incluso rechazar, cualquier teoría abstracta y argumento lógico riguroso. No es sorprendente que a Rothbard no le impresionara especialmente las críticas conservadoras como la de Russell Kirk, cuya obra «teórica» consideraba desprovista de rigor analítico y argumentativo.
Por consiguiente, Rothbard no veía ninguna razón para abandonar sus conclusiones originales. Hasta el final de su vida no cambió de opinión sobre el problema del aborto y el abandono de hijos e insistió en el derecho legal (lícito) absoluto de la madre al aborto y a dejar que sus hijos mueran. De hecho, si las mujeres no tuvieran esos derechos y hubieran cometido, por el contrario, un delito punible, parecería que su delito leería ser equivalente al asesinato. ¿Debería entonces el aborto tener la amenaza de la pena capital y las madres condenadas por aborto ser ejecutadas? ¿Pero quién, salvo la madre, puede reclamar su derecho a su feto e hijo y ser por ende considerado como la víctima de sus acciones? ¿Quién podría realizar una acusación injusta de muerte contra ella? Indudablemente, no el Estado. Para un conservador en particular, cualquier interferencia estatal en la autonomía de las familias debería ser anatema. ¿Pero quién si no, si es que hay alguien?
Aunque Rothbard inmutablemente mantuvo sus conclusiones respecto de los derechos de hijos y padres, sus posteriores escritos con un énfasis incrementado en asuntos morales-culturales y el aspecto excluyente de los derechos de propiedad privada colocaron estas conclusiones en un contexto social —y característicamente conservador— más amplio. Así, aunque a favor de un derecho de la mujer a abortar, Rothbard, no obstante, se opuso estrictamente a la sentencia del Tribunal Supremo de EEUU en Roe vs. Wade, que reconocía ese derecho. No era porque creyera incorrecta la conclusión del tribunal respecto de la legalidad del aborto, sino por el asunto más fundamental de que el Tribunal Supremo de EEUU no tenía jurisdicción en la materia y de que, al asumirla, había engendrado una centralización sistemática del poder del Estado.
El derecho a abortar no implica que uno pueda abortar en cualquier lugar. De hecho, no hay nada que impida a propietarios privados y asociaciones discriminar y castigar a los abortistas por cualquier medio que no sea un castigo físico. Toda familia y propietario es libre de prohibir abortar en su propio territorio y puede entrar en un acuerdo restrictivo con otros propietarios para el mismo fin. Además, todo propietario y toda asociación es libre de despedir o no contratar o rechazar realizar ninguna transacción con un abortista. Puede darse en realidad el caso de que no pueda encontrarse ningún lugar civilizado y uno deba retirarse al infame «callejón oscuro» para abortar. No solo no habría nada incorrecto en esa situación, sería positivamente moral al aumentar el coste de una conducta sexual irresponsable y ayudar a reducir el número de abortos. Por el contrario, la sentencia del Tribunal Supremo no solo era ilícita al expandir su jurisdicción, es decir, la del Estado central, a costa de los gobiernos estatales y locales, sino, en definitiva, de la jurisdicción de todos los propietarios privados respecto de sus propiedades, era asimismo positivamente inmoral al facilitar la disponibilidad y accesibilidad del aborto.
Rothbard destacaba a este respecto que los libertarios deben oponerse, como los conservadores tradicionales (al contrario de los socialdemócratas, neoconservadores y libertarios de izquierdas), sobre bases de principios a todas y cada una de las centralizaciones del poder del Estado, incluso y especialmente si esa centralización implica un juicio correcto (como que el aborto debería ser legal o que deberían abolirse impuestos). Por ejemplo, sería antilibertario apelar a la ONU para que ordenara la eliminación de un monopolio del taxi en Houston o que el gobierno de EEUU ordenara a Utah abolir su requisito de certificación estatal para profesores, porque al hacerlo uno habría concedido ilegítimamente esta jurisdicción de las agencias del Estado sobre propiedad que sencillamente no es suya (sino de otros): no solo Houston o Utah, sino cualquier ciudad en el mundo y cualquier estado en Estados Unidos. Y aunque cualquier Estado, pequeño o grande, viola los derechos de los propietarios privados y debe temerse y combatirse, los grandes Estados centralizados violan más derechos de personas y deben temerse aún más. No aparecen ab ovo, sino que son la consecuencia de un proceso de competencia eliminadora entre pequeños Estados locales independientes originalmente numerosos, Los Estados centralizados, y al final un solo Estado mundial, representan la expansión y concentración con éxito del poder del Estado, es decir, del mal y deben, por tanto, considerarse como especialmente peligrosos.
En consecuencia, un libertario, como segunda mejor opción, debe siempre discriminar a favor del gobierno local y en contra del central y debe siempre de tratar de corregir injusticias al nivel y en la localización en que se produzcan en lugar de dar poder a algún nivel superior (más centralizado) de gobierno para rectificar una injusticia local.
Traducción original revisada y corregida por Oscar Eduardo Grau Rotela. El material original se encuentra aquí.