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Reflexiones sobre el origen y la estabilidad del Estado | Reflections on the Origin and the Stability of the State

Rodrigo Díaz has translated into Spanish Hoppe’s Reflections on the Origin and the Stability of the State (2008). This paper was first presented at the 3rd annual meeting of the Property and Freedom Society, held in Bodrum, Turkey.

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Reflexiones sobre el origen y la estabilidad del Estado

Este documento fue presentado por primera vez en la tercera reunión anual de la Property and Freedom Society, que se celebró en Bodrum, Turquía, del 22 al 26 de mayo de 2008.

Permítanme empezar con la definición de Estado. ¿Qué debe ser capaz de hacer un agente para poder ser calificado como Estado? Este agente debe ser capaz de insistir en que todos los conflictos entre los habitantes de un determinado territorio sean traídos ante él para la toma de decisiones en última instancia o para ser objeto de su revisión final. En particular, este agente debe ser capaz de insistir en que todos los conflictos que le afecten a él mismo sean juzgados por él o su agente.

E implícita en la facultad de excluir a todos los demás de actuar como juez en última instancia, como segunda característica definitoria de Estado, está el poder de cobrar impuestos del agente y de determinar unilateralmente el precio que deben pagar por sus servicios quienes buscan justicia.

Sobre la base de esta definición de Estado, es fácil entender por qué podría existir un deseo de controlar el Estado. Porque quien tiene el monopolio del arbitraje final, dentro de un territorio determinado, puede hacer leyes. Y aquel que puede legislar también puede cobrar impuestos.

Sin duda, esta es una posición envidiable.

Más difícil de entender es cómo alguien puede lograr el control del Estado. ¿Por qué otros tendrían que tolerar tal institución?

Quiero enfocar la respuesta a esta pregunta en forma indirecta. Suponga que usted y sus amigos resultan estar en control de esta extraordinaria institución. ¿Qué haría para mantener su posición (siempre y cuando no tuviera ningún escrúpulo moral)? Sin duda alguna usaría parte del ingreso por concepto de impuestos para contratar algunos matones. Primero: para conservar la paz entre sus súbditos a fin de mantener la productividad, de manera que se aumente la producción para poderla gravar con impuestos en el futuro. Pero más importante aún, puede ser que necesite a estos matones para su propia protección en caso de que el pueblo despierte de su somnolencia dogmática y lo desafíe.

Esto no funcionará, sin embargo, en particular, si usted y sus amigos son una pequeña minoría en comparación con el número de súbditos. Porque una minoría no puede gobernar, en forma duradera, a una mayoría únicamente por la fuerza bruta. Debe gobernar con la opinión a favor.

La mayoría de la población debe ser convencida de aceptar voluntariamente su gobierno. Esto no quiere decir que la mayoría deba estar de acuerdo con cada una de sus medidas. De hecho, es muy posible que crean que muchas de sus políticas están equivocadas. Sin embargo, es necesario que crean en la legitimidad de la institución del Estado como tal y, por lo tanto, que incluso si una determinada política pudiera estar errada, ese error sea un accidente que uno deba tolerar en compensación de mayores bienes o mejores servicios proporcionados por el Estado.

Sin embargo, ¿cómo puede uno persuadir de creer en esto a la mayoría de la población? La respuesta es: solo con la ayuda de los intelectuales. ¿Cómo lograr que los intelectuales trabajen para usted? Para esta pregunta la respuesta es fácil.

El mercado de servicios intelectuales no es precisamente muy demandado ni estable. Los intelectuales estarían a merced de los valores fugaces de las masas, y las masas están poco interesadas en temas intelectuales y filosóficos. El Estado, por otro lado, puede albergar los egos excesivamente inflados de los intelectuales y ofrecerles una posición cómoda, segura y permanente en su aparato de gobierno.

Sin embargo, no basta con que emplee solamente a algunos intelectuales. Esencialmente debe emplearlos a todos, incluso aquellos que trabajan en círculos alejados de los temas que a usted conciernen principalmente: es decir filosofía, ciencias sociales y humanidades. Porque incluso los intelectuales que trabajan en matemáticas o ciencias naturales, por ejemplo, pueden, obviamente, pensar por sí mismos y, por ende, convertirse en potencialmente peligrosos. Por lo tanto, es importante que usted también garantice su lealtad al Estado. Dicho de otra manera: usted debe convertirse en un monopolio. Y esto se logra mejor si todas las instituciones educativas, desde el jardín de infantes hasta la universidad se someten al control del Estado, y todo el personal dedicado a la enseñanza y la investigación están certificados por el Estado.

Pero, ¿y si la gente no quiere que la eduquen? Para ello, la educación debe ser obligatoria, y con el fin de someter a las personas a una educación controlada por el Estado durante el mayor tiempo posible, todos deben ser declarados igualmente educables. Los intelectuales saben que tal igualitarismo es falso, por supuesto. Sin embargo, proclaman absurdos que agradan a las masas, tales como que todo el mundo es un Einstein en potencia con solo darle suficiente atención educativa, y de paso abastecen una demanda casi ilimitada de servicios intelectuales.

Nada de todo esto garantiza un pensamiento estatista correcto, por supuesto. No obstante, sin duda ayuda a llegar a la conclusión correcta si uno se da cuenta de que sin el Estado podría quedar sin trabajo y podría tener que ensayar la mecánica de funcionamiento de las estaciones de servicio de gasolina, en lugar de tratar problemas tan acuciantes como la alienación, la equidad, la explotación, la deconstrucción de los roles de género y sexo, o la cultura de los Esquimales, de los Hopis, o de los Zulúes.

En cualquier caso, aún cuando los intelectuales se sientan menospreciados por usted, es decir, por una administración estatal particular, saben que la ayuda solo puede venir de otra administración estatal y nunca de un asalto intelectual a la institución del Estado como tal. Por tal razón, y no es de extrañar que, como cuestión de hecho, la inmensa mayoría de intelectuales contemporáneos, incluidos los más conservadores, o sea los llamados intelectuales del mercado libre, sean fundamental y filosóficamente estatistas.

¿Ha servido al Estado la labor de los intelectuales? Yo diría que sí. Si preguntáramos si la institución del Estado es necesaria, no creo que sea exagerado decir que el 99 por ciento de todas las personas dirán que sí sin vacilar. Y, sin embargo, este éxito se basa en motivos más bien frágiles, y todo el edificio estatista podría ser derribado si solamente la labor de los intelectuales fuera contrarrestada por la labor de intelectuales antiintelectuales, como me gusta llamarlos.

La abrumadora mayoría de partidarios del Estado no son estatistas filosóficos, es decir, solo por el hecho de haber pensado en el asunto. La mayoría de la gente no piensa mucho en cuestiones filosóficas. Se limitan a vivir su vida diaria, y eso es todo. Así que gran parte del apoyo tiene su origen en el único hecho de que el Estado existe y ha existido siempre, en la medida de lo que uno puede recordar (que generalmente no va más allá del periodo de su propia vida). Es decir, el mayor logro de los intelectuales estatistas es haber cultivado la pereza intelectual (o la incapacidad) natural de las masas y nunca haber permitido que el tema fuera objeto de un debate serio. El Estado es considerado como parte intocable del tejido social.

La primera y principal tarea de los intelectuales antiintelectuales, entonces, es contrarrestar esta somnolencia dogmática de las masas, ofreciendo una definición precisa de Estado, como lo he hecho al inicio, y a continuación preguntar si no hay algo verdaderamente notable, raro, extraño, perturbador, grotesco, de hecho ridículo, en una institución como esta. Estoy seguro de que esa simple definición producirá serias dudas con respecto a una institución cuya necesidad anteriormente se daba por sentada.

Más aún, empezando con los argumentos menos sofisticados a favor del Estado (sin embargo, y no accidentalmente, los más populares) y llegando hasta los más sofisticados: en la medida en que los intelectuales han considerado necesario argumentar a favor del Estado, su argumento más popular, ya conocido en edades de jardín de infantes, dice más o menos así: algunas actividades del Estado no son solo las de construir carreteras, escuelas, colegios, sino, además, las de entregar el correo y situar la policía en las calles.

Imagínese que no hubiera Estado. No tendríamos entonces estos servicios. Por lo tanto, el Estado es necesario.

A nivel universitario se presenta una versión ligeramente más sofisticada del mismo argumento. Y empieza diciendo algo así: es cierto que los mercados son inmejorables para proporcionar muchas, incluso la mayoría de las cosas, pero hay otros bienes o servicios que los mercados no pueden proporcionar en cantidad o calidad suficientes. Estos otros, llamados bienes públicos, son bienes o servicios que otorgan beneficios a personas más allá de quienes realmente los producen o pagan por ellos. Se destacan especialmente entre estos los de educación e investigación. Educación e investigación, por ejemplo, se argumenta, son bienes sumamente valiosos. Sin embargo, estarían infraproducidos a causa de los free riders, es decir, de tramposos que se benefician por medio del llamado efecto vecindario de la educación y la investigación sin pagar por ellas.

Por lo tanto, es necesario que el Estado provea bienes (públicos) que de otra manera estarían infraproducidos o no producidos, tales como la educación y la investigación.

Estos argumentos estatistas pueden ser refutados con una combinación de tres ideas fundamentales: en primer lugar, en el argumento del jardín de infantes, del hecho que el Estado produzca carreteras y escuelas no se deduce que sólo el Estado puede proporcionar este tipo de bienes. La gente tiene poca dificultad en reconocer que esto es una falacia. Del hecho que monos puedan montar en bicicleta no se deduce que sólo los monos puedan montar en bicicleta.

Y en segundo lugar, inmediatamente después, hay que recordar que el Estado es una institución que puede legislar y cobrar impuestos, y por tanto, que los agentes del Estado tienen poco incentivo para producir de manera eficiente. Sólo que las carreteras y escuelas del Estado serán entonces más costosas y de menor calidad. Porque siempre hay la tendencia a que los agentes del Estado utilicen la mayor cantidad de recursos posibles al hacer lo que hacen pero además trabajando lo menos posible.

En tercer lugar, los más sofisticados argumentos estatistas involucran la misma falacia ya encontrada a nivel de jardín de infantes. Pero incluso si uno estuviera dispuesto a conceder el resto del argumento, aún es una falacia concluir del hecho que los Estados proporcionan bienes públicos, que sólo los Estados puedan hacerlo.

Más importante aún, debe señalarse que toda la argumentación demuestra un total desconocimiento de la realidad más fundamental de la vida humana: es decir, la escasez. Cierto, los mercados no proveerán todas las cosas que uno pueda desear. Siempre habrá deseos insatisfechos, puesto que no habitamos el Jardín del Edén. Pero para lograr traer la existencia de tales bienes no producidos, deben gastarse recursos escasos, que en consecuencia ya no se podrán utilizar para producir otras cosas igualmente deseables. Que existan bienes públicos junto a bienes privados no importa en este sentido, la escasez en sí misma permanece sin cambio: más bienes públicos sólo pueden existir a expensas de menos bienes privados. Sin embargo, lo que es necesario demostrar es que un bien es más importante y valioso que otro.

Esto es lo que se entiende por economizar. No obstante, ¿puede el Estado ayudar a economizar recursos escasos? Esta es la pregunta que debe responderse. Sin embargo, existen, de hecho, pruebas concluyentes de que el Estado no economiza ni puede economizar: porque con el fin de producir cualquier cosa, el Estado tiene que recurrir al cobro de impuestos (o a legislar), lo que demuestra irrefutablemente que sus súbditos no quieren lo que el Estado produce, sino que prefieren en su lugar otra cosa como más importante. En lugar de ahorrar, el Estado sólo puede redistribuir: puede producir más de lo que el Estado quiere y menos de lo que la gente quiere y, se debe recordar, cualquier cosa que el Estado produzca lo hará de manera ineficiente.

Por último, es necesario examinar brevemente el más sofisticado argumento a favor del Estado.

Después de Hobbes, este argumento se ha repetido sin cesar. Dice así: en la etapa natural, antes de la creación de un Estado, reina permanentemente el conflicto. Todo el mundo reclama derecho a todo, y el resultado es una guerra interminable. No hay forma de salir de esta situación mediante acuerdos porque, ¿quién hará cumplir tales acuerdos? Siempre que la situación apareciera ventajosa, una o ambas partes romperían el acuerdo. Por lo tanto, las personas reconocen que no hay más que una solución para el desiderátum de la paz: la creación, por acuerdo, de un Estado, es decir, un tercero independiente, como juez y ejecutor de última instancia.

No obstante, si esta tesis es correcta, y todo acuerdo requiere un ejecutor externo que lo haga cumplir, entonces un Estado por acuerdo nunca podría llegar a existir. Porque con el fin de hacer cumplir el acuerdo que debe desembocar en la creación de un Estado (para hacer vinculante este acuerdo), sería necesaria la intervención de otro ejecutor externo, un Estado previamente existente. Y para que este Estado llegase a existir, aún antes otro Estado debía haber sido postulado, y así sucesivamente en una regresión infinita.

Por otra parte, si aceptamos que existen Estados (y, por supuesto, existen), entonces este mismo hecho contradice la afirmación hobbesiana. El propio Estado ha llegado a existir sin ningún ejecutor externo. Presumiblemente, en el momento del supuesto acuerdo, no existía un Estado previo. Por otra parte, una vez que un Estado por acuerdo entra en existencia, el orden social resultante aún sigue siendo una autoimposición. Para estar seguros, si A y B están de acuerdo en algo, sus acuerdos tienen fuerza vinculante por acción de un agente externo. Sin embargo, el propio Estado no ha sido vinculado por ningún ejecutor externo. No existen terceros externos en lo concerniente a conflictos entre Estado y súbditos así como tampoco existen para los conflictos entre los distintos agentes u organismos estatales. En lo referente a acuerdos hechos por el Estado  respecto a sus ciudadanos o en los de una agencia estatal respecto a otra, es decir, acuerdos de este tipo sólo pueden ser autoimpuestos por el Estado. El Estado no está obligado por nada, excepto por sus propias normas, aceptadas y aplicadas por sí mismo, es decir, son limitaciones que se autoimpone. Con respecto a sí mismo, por así decirlo, el Estado se encuentra todavía en un estado natural de anarquía caracterizado por regulaciones y deberes autoimpuestos, porque no hay Estado superior que pueda obligarlo.

Además, si aceptamos la idea hobbesiana de que la aplicación de reglas mutuamente convenidas requiere la intervención de un tercero independiente, esto en realidad excluiría el establecimiento de un Estado. De hecho, constituiría un argumento concluyente contra la institución de un Estado, es decir, contra la institución de un monopolio de toma final de decisiones y arbitraje. Porque entonces también debería existir un tercero independiente para decidir cada caso de conflicto entre nosotros (ciudadanos particulares) y cualquier agente del Estado, y en igual forma también debería existir un tercero independiente para todos los casos de conflicto intraestatal (y otra tercera parte independiente para el caso de conflictos entre los diversos terceros). Sin embargo, esto significa, por supuesto, que ese Estado (o cualquier tercero independiente) sería no estatal, de acuerdo a la definición inicial que presentamos anteriormente, sino simplemente uno de los otros muchos terceros, en libre competencia, que funcionan como árbitros de conflicto.

Permítanme entonces concluir: el caso intelectual contra el Estado parece ser fácil y sencillo.

Pero eso no quiere decir que en la práctica sea fácil. Sin duda, casi todas las personas están convencidas que el Estado es una institución necesaria, por las razones que he indicado. Por lo tanto, es muy dudoso que la batalla contra el estatismo se pueda ganar tan fácil como podría parecer, al nivel intelectual y puramente teórico. Sin embargo, incluso si resultara ser imposible, al menos, divirtámonos un buen rato a costa de nuestros oponentes estatistas. Y para ello sugiero que siempre, persistentemente, se les enfrente con el siguiente desafío: supongamos un grupo de personas, conscientes de la posibilidad de conflicto entre ellas, y que alguien proponga como solución a este eterno problema humano que tal individuo sea designado como árbitro de última instancia en cualquier caso de conflicto, incluidos aquellos conflictos en los que esa misma persona esté involucrada. Estoy seguro de que tal sujeto será considerado como un bromista o como una persona mentalmente inestable y, sin embargo, esto es precisamente lo que todos los estatistas proponen.


Traducido originalmente del inglés por Rodrigo Díaz. Revisado y corregido por Oscar Eduardo Grau Rotela. La traducción anterior está aquí.