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Ética rothbardiana | Rothbardian Ethics

This a Spanish translation of Hoppe’s Rothbardian Ethics (2002). This essay is based on a lecture in memory of Murray N. Rothbard at the Austrian Scholars Conference held in 1999 at the Mises Institute. An alternative translation by PoderLimitado.org can be found here.

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Ética rothbardiana

Este ensayo está basado en una conferencia en memoria de Murray N. Rothbard en el Austrian Scholars Conference llevado a cabo en 1999 en el Instituto Mises.

El problema del orden social

Robinson Crusoe, solo en su isla, puede hacer lo que le plazca. Para él, la cuestión concerniente a las reglas de la conducta humana ordenada —cooperación social— sencillamente no surge. Naturalmente, esta cuestión sólo puede surgir cuando una segunda persona, Viernes, llega a la isla. Incluso entonces, la cuestión sigue siendo largamente irrelevante hasta tanto no haya escasez. Supongamos que la isla es el Jardín del Edén. Todos los bienes materiales están al alcance con sobreabundancia. Son «bienes libres», como el aire que respiramos que, por lo general, es un bien «libre». Sea lo que fuere que Crusoe haga con esos bienes, sus acciones no tienen repercusión con respecto a su propia provisión de esos bienes, ni con respecto a la provisión actual o futura de los mismos bienes de Viernes (y viceversa). Por lo tanto, es imposible que pudiese haber un conflicto entre Crusoe y Viernes en lo concerniente al uso de esos recursos. El conflicto se hace posible sólo si los bienes son escasos, y sólo entonces puede surgir un problema de formulación de reglas que hacen posible a una cooperación social ordenada, libre de conflicto.

En el Jardín del Edén existen solamente dos bienes escasos: el cuerpo físico de una persona y el lugar que ocupa. Crusoe y Viernes tienen cada uno un solo cuerpo y pueden parase en el mismo lugar, sólo de a uno por vez. Entonces, incluso en el Jardín del Edén pueden surgir conflictos entre Crusoe y Viernes: Crusoe y Viernes no pueden querer ocupar simultáneamente el mismo lugar sin entrar en conflicto físico, entre sí. Por lo tanto, incluso en el Jardín del Edén deben existir reglas de conducta social ordenada; reglas referentes a la ubicación y el movimiento apropiados de los cuerpos humanos. Y fuera del Jardín del Edén, en el reino de la escasez, debe haber reglas que regulen no sólo el uso de los cuerpos humanos, sino de todo lo escaso para que todo conflicto posible pueda ser eliminado. Este es el problema del orden social.

La solución al problema: la idea de la apropiación original y la propiedad privada

En la historia del pensamiento político y social se han realizado muchas propuestas como supuestas soluciones al problema del orden social, y esta variedad de propuestas alternativamente inconsistentes contribuyó al hecho de que hoy, la búsqueda por la única solución correcta a un problema, es frecuentemente vista como ilusoria. Sin embargo, tal como intentaré demostrar, existe una solución correcta; y por lo tanto no hay razón para sucumbir al relativismo moral. Yo no descubrí esta solución, ni tampoco lo hizo Murray Rothbard. En realidad, hace cientos de años, si no es que más aún, que la solución se conoce en esencia. El salto a la fama de Murray Rothbard fue «simplemente» por redescubrir esta solución tan antigua como sencilla y formularla en forma más clara y convincente que nadie antes que él.

Permítanme comenzar formulando la solución —primero para el caso especial representado por el Jardín del Edén y luego para el caso general representado por el mundo «real» de escasez circundante— y luego proceder a la explicación de por qué esta solución, y ninguna otra, es la correcta.

En el Jardín del Edén, la solución es provista por la sencilla regla que estipula que cada uno puede poner y mover su propio cuerpo donde lo desee, con la única condición de que nadie más ya esté parado allí y ocupando el mismo espacio. Y fuera del Jardín del Edén, en el reino de la escasez circundante, la solución es dada por esta regla: Cada uno es el dueño adecuado de su propio cuerpo físico como así también de todos los lugares y bienes naturales que ocupe y ponga en uso mediante su cuerpo, con la única condición de que nadie más haya ocupado o utilizado ya los mismos lugares y bienes antes que él. Esta pertenencia de los lugares y bienes «apropiados originalmente» por una persona implica su derecho a utilizar y transformar esos lugares y bienes de cualquier manera que considere posible, con la única condición de que no modifique sin permiso la integridad física de lugares y bienes originalmente apropiados por otra persona. En particular, una vez que un lugar o un bien fue apropiado por primera vez mediante, en palabras de John Locke, «mezclar el propio trabajo» con él, la propiedad sobre esos lugares y bienes solo puede ser adquirida mediante una transferencia voluntaria —contractual— del título de propiedad del propietario original al otro.

A la luz del ampliamente difundido relativismo moral, vale la pena destacar que esta idea de apropiación originaria y propiedad privada como solución al problema del orden social concuerda completamente con nuestra «intuición» moral. ¿No es sencillamente absurdo sostener que una persona no debería ser el dueño indicado de su propio cuerpo y de los lugares y bienes que él originariamente, es decir, antes que nadie más, se apropió, utiliza y/o produce mediante su cuerpo? Dado que ¿quién más, si no él, debería ser el dueño? ¿Y no es también obvio que la abrumadora mayoría de las personas —incluyendo a los niños y a los primitivos— actúan de hecho según esta regla, y lo hacen sin cuestionamiento y en forma natural?

Sin embargo, una intuición moral, más allá de su importancia, no es una prueba. Pero también hay prueba de que nuestra intuición moral es correcta.

La prueba puede ser provista de dos maneras. Por un lado, describiendo las consecuencias de que uno niegue la validez de la institución de la apropiación originaria y la propiedad privada: si una persona A no fuera dueña de su propio cuerpo y de los lugares y bienes originariamente apropiados y/o producidos con su cuerpo, como así también de los bienes voluntariamente (contractualmente) adquiridos a otro propietario anterior, entonces existen dos alternativas. Otra persona B tiene que ser reconocida como dueña del cuerpo de A, como así también de los lugares y bienes apropiados, producidos y adquiridos por A. O sino todas las personas, A y B, deben ser consideradas copropietarias iguales de todos los cuerpos, lugares y bienes.

En el primer caso, A quedaría reducido al nivel de esclavo de B y objeto de explotación. B es el dueño del cuerpo de A y de todos los lugares y bienes apropiados, producidos y adquiridos por A, pero A, por su parte, no es dueño del cuerpo de B y de los lugares y bienes apropiados, producidos y adquiridos por B. Entonces, bajo esta regla se constituyen dos clases de personas categóricamente distintas —Untermenschen (Subhombres) como A y Übermenschen (Superhombres) como B— a las cuales se aplican «leyes» diferentes. Por lo tanto, ese tipo de reglas debe ser descartado como ética humana igualmente aplicable a todos qua seres humanos (animal racional). Desde el mismísimo comienzo, cualquier reglamentación similar puede ser reconocida como no aplicable universalmente y, por ende, no puede sostener representar al derecho. Porque para que una regla aspire al nivel de derecho —una regla justa— es necesario que dicha regla se aplique igual y universalmente a todos.

De manera alternativa, en el segundo caso de propiedad universal y de igual copropiedad, se cumple el requisito de ley igual para todos. Sin embargo, esta alternativa sufre de otra deficiencia, incluso más severa, porque de aplicarse toda la humanidad perecería instantáneamente. (Y dado que toda ética humana debe permitir la supervivencia de la humanidad, esta alternativa también debe ser rechazada). Toda acción de una persona requiere la utilización de un medio escaso (al menos el cuerpo de la persona y el lugar en que está parada). Pero si todos los bienes fueran copropiedades de todos, entonces nadie, en ningún momento y lugar, tendría permiso para hacer nada salvo que haya asegurado previamente el consentimiento de todos los demás copropietarios; y aun así, ¿cómo podría alguien brindar dicho consentimiento si no fuera el dueño exclusivo de su propio cuerpo (incluyendo sus cuerdas vocales) mediante las cuales debe expresar su consentimiento? En realidad, primero necesitaría el consentimiento de otros para poder expresarse, pero estos otros no pueden dar su consentimiento sin antes tener el de él, etcétera.

Esta mirada a la imposibilidad praxeológica del «comunismo universal», tal como Rothbard se refirió a esta propuesta, me lleva de inmediato a una segunda forma alternativa de demostrar la idea de la apropiación originaria y la propiedad privada como la única solución correcta al problema del orden social. Si una persona tiene o no algún derecho y, si los tiene, cuáles son, sólo puede ser decidido mediante la argumentación (intercambio lógico). La justificación —prueba, conjetura, refutación— es una justificación argumentativa. Quien quisiera negar esta proposición quedaría envuelto en una contradicción en términos, porque su negación constituiría en sí misma un argumento. Incluso un relativista ético, por lo tanto, debe aceptar esta primera proposición, a la cual acordadamente se la denomina a priori de la argumentación.

De la innegable aceptación —el estatus axiomático— de este a priori de la argumentación, surgen, por lo tanto, dos conclusiones igualmente necesarias. Primero, se sigue del a priori de la argumentación cuando no hay solución racional al problema del conflicto que surge de la existencia de la escasez. En mi anterior escenario de Crusoe y Viernes, supongamos que Viernes no era el nombre de un hombre sino el de un gorila. Obviamente, de la misma forma en que Crusoe puede entrar en conflicto respecto de su cuerpo y el lugar que ocupa con Viernes, el hombre, también puede suceder con Viernes, el gorila. El gorila puede que quiera ocupar el mismo espacio que Crusoe está ocupando. En este caso, al menos si el gorila es la clase de entidad que conocemos como gorilas, no hay, de hecho una solución racional a su conflicto. O gana el gorila, y devora, destruye, o empuja a Crusoe a un lado —esto es la solución del gorila al problema— o Crusoe gana, y mata, golpea, ahuyenta o domestica al gorila: esto es la solución de Crusoe. En esta situación, uno podría hablar, de hecho, de relativismo moral. Uno podría concordar con Alasdair MacIntyre, un prominente filósofo de la persuasión relativista, preguntando lo mismo que el título de uno de sus libros, ¿La justicia de quién? ¿Cuál racionalidad?; la de Crusoe o la del gorila. Dependiendo del lado de cual uno elija estar, la respuesta será diferente. Sin embargo, es más apropiado referirse a esta situación como una en la cual la cuestión de la justicia y la racionalidad simplemente no surge: es decir, como una situación extramoral. La existencia de Viernes, el gorila, le impone a Crusoe, sencillamente un problema técnico, no moral. Crusoe no tiene otra opción que aprender a manejar y controlar exitosamente los movimientos del gorila de la misma forma en que debe aprender a manejar y controlar a los objetos inanimados de su entorno.

Por implicancia, sólo si las dos partes del conflicto son capaces de presentarse argumentos mutuamente, se puede hablar de un problema moral y surge la cuestión de si existe o no una solución significativa. Solamente si Viernes, más allá de su apariencia física (es decir, sin importar si se ve como un hombre o como un gorila) es capaz de argumentar (aún si se ha mostrado capaz de hacerlo una sola vez) puede ser considerado racional y tiene sentido la cuestión de si existe una solución correcta al problema del orden social o no. No se puede esperar que nadie dé una respuesta —realmente ninguna respuesta— a alguien que nunca ha hecho una pregunta o, más puntualmente, que nunca ha declarado su propia postura relativista en la forma de un argumento. En ese caso, este «otro» no puede ser visto y tratado como otra cosa que no sea un animal o una planta, es decir, como una entidad extramoral. Solo si esta otra entidad puede en principio detener su actividad, cualquiera que sea, pararse para hablar y decir «sí» o «no» a algo que uno ha dicho, le debemos a esta entidad una respuesta y por lo tanto, podemos sostener que nuestra respuesta es la correcta para las dos partes involucradas en el conflicto.

Por otra, en segundo lugar y positivamente se sigue del a priori de la argumentación que todo lo que debe ser presupuesto en el curso de una argumentación —como precondición lógica o praxeológica de la argumentación— no puede ser discutido argumentativamente respecto de su validez sin caer, así, en una contradicción interna (performativa). Ahora, los intercambios proposicionales no están hechos de proposiciones que flotan libremente, sino que constituyen una actividad humana específica. La argumentación entre Crusoe y Viernes requiere que ambos posean, y se reconozcan mutuamente como poseedores de, control exclusivo sobre sus respectivos cuerpos (sus cerebros, cuerdas vocales, etc.) como así también del lugar que ocupan sus cuerpos. Nadie podría proponer nada y esperar que la otra parte se convenza de la validez de esa proposición o la niegue y proponga algo diferente, a menos que se presupongan y asuman como válidos el control de uno y otro sobre sus respectivos cuerpos y lugares que ocupan. De hecho, es precisamente este reconocimiento mutuo de la propiedad del propio cuerpo y del lugar que ocupa, por parte del proponente al igual que del oponente, lo que constituye el characteristicum specificum de toda disputa proposicional: que mientras uno puede no estar de acuerdo respecto de la validez de alguna proposición, uno puede acordar de todas formas en el hecho de que uno está en desacuerdo.

Además, este derecho a la propiedad del propio cuerpo y el lugar que ocupa debe ser considerado a priori (o indiscutible), justificado tanto por el proponente como por el oponente. Dado que quien quisiera sostener cualquier proposición como válida vis-à-vis un oponente ya estaría presuponiendo el control exclusivo de él y el de su oponente sobre sus respectivos cuerpos y lugares que ocupan, simplemente para decir «Considero que tal y tal cosa son ciertas, y te desafío a que me demuestres lo contrario». [Suficiente para el reclamo de John Rawls, en su celebrada Una teoría de la justicia, respecto de que no podemos más que «reconocer como primer principio de justicia el que requiere una distribución igualitaria (de todos los recursos)», y de su comentario de que «este principio es tan obvio que sería de esperar que se le ocurra a inmediatamente cualquiera». Acabo de demostrar aquí que cualquier ética igualitaria tal como esta propuesta por Rawls no sólo no es obvia, sino que también debe ser vista como absurda, es decir, un sinsentido contradictorio. Dado que si Rawls estuviese en lo correcto y todos los recursos estuvieran realmente distribuidos en forma igualitaria, entonces él literalmente no tendría piernas sobre las cuáles pararse y sostenerse para proponer la mismísima sonsera que manifiesta.]

Es más, sería igualmente imposible involucrarse en una argumentación y descansar en la fuerza de los propios argumentos, si uno no pudiese poseer (controlar en forma exclusiva) otros medios escasos (más allá del propio cuerpo y del lugar que ocupa). Ya que si uno no tuviese ese derecho, entonces todos pereceríamos inmediatamente y el problema de justificar reglas —como así también cualquier otro problema humano— sencillamente no existiría. Ergo, en virtud del hecho de estar vivo, se deben presuponer también como válidos los derechos de propiedad sobre otras cosas. Nadie que esté vivo podría argumentar lo contrario.

Y si a una persona no se le permitiera adquirir propiedad sobre estos bienes y espacios mediante el acto de la apropiación original, es decir, estableciendo un vínculo objetivo (comprobable intersubjetivamente) entre él y un bien o espacio específico anterior a cualquier otro, sino que, en su lugar, la propiedad sobre esos bienes y espacio estuviera garantizada para quienes llegan más tarde, entonces nadie tendría el permiso jamás para comenzar a utilizar ningún bien a menos que se asegure previamente el consentimiento de quienes llegan luego. ¿Pero cómo puede alguien que llegará más tarde, consentir las acciones de quien llegó antes? Más aún, todo el que llega más tarde necesitaría a su vez el consentimiento de otros que llegarán aún más tarde, y así sucesivamente. O sea que, ni nosotros, ni nuestros antepasados o nuestra descendencia hubieran ni habrían sido capaces de sobrevivir si uno tuviese que seguir esta regla. Sin embargo, para que cualquier persona —pasada, presente o futura— argumente cualquier cosa debe serle obviamente posible sobrevivir, entonces y ahora; y para hacerlo simplemente estos derechos de propiedad no pueden concebirse como carentes de tiempo e inespecíficos respecto al número de personas involucradas.

Más bien, los derechos de propiedad necesariamente deben concebirse como originados mediante la actuación en puntos definidos en tiempo y espacio para individuos definidos. De otra forma, sería imposible para cualquiera decir algo en un determinado punto en el tiempo y el espacio y para que alguien más sea capaz de responder. En otras palabras, entonces, que la regla del primer-usuario-primer-dueño de la ética de la propiedad privada pueda ser ignorada o sea injustificada implica una contradicción en términos, ya que al ser uno capaz de decirlo se debe presuponer la propia existencia como unidad independiente tomadora de decisiones en un punto dado en tiempo y espacio.

Solución sencilla, conclusiones radicales: anarquía y Estado

Por más sencilla que sea la solución al problema del orden social y por más gente que en su vida diaria reconoce intuitivamente y actúa según la ética de la propiedad privada tal como se la ha explicado antes, esta solución sencilla y poco exigente implica algunas conclusiones sorprendentemente radicales. Dado que, además de dejar afuera como injustificadas actividades como el asesinato, el homicidio, la violación, el ingreso ilegal, el robo, el asalto, el hurto, y el fraude, la ética de la propiedad privada también es incompatible con la existencia de un Estado definido como una agencia que posee el monopolio territorial compulsivo de la toma final de decisiones (jurisdicción) y/o el derecho a cobrar impuestos.

La teoría política clásica, al menos desde Hobbes en adelante, ha visto al Estado como la institución responsable del cumplimiento de la ética de la propiedad privada. Al ver al Estado como injusto —en realidad, como «una vasta organización criminal»— y entonces llegar a conclusiones anarquistas, Rothbard por supuesto que no negaba la necesidad del cumplimiento la ética de la propiedad privada. No compartía la visión de esos anarquistas, ridiculizados por su maestro y mentor Mises, que creían que todas las personas, si simplemente se las dejara solas, serían criaturas buenas y amantes de la paz.

Al contrario, Rothbard concordaba profundamente con Mises en que siempre habría asesinos, ladrones, alborotadores, falsificadores, etc., y que la vida en sociedad sería imposible si no fueran castigados por la fuerza física. Más bien, lo que Rothbard negaba categóricamente era la afirmación de que del derecho y la necesidad de protección de la persona y la propiedad siguiera que la protección debía ser legítimamente o podía ser efectivamente provista por un monopolio jurisdiccional e impositivo. La teoría política clásica, al sostener esto, tenía que presentar al Estado como el resultado de un acuerdo contractual entre propietarios. Sin embargo, Rothbard sostenía que esto era falso y un emprendimiento imposible. Ningún Estado puede levantarse contractualmente y, en consecuencia, se puede demostrar que ningún Estado es compatible con la protección legítima y efectiva de la propiedad privada.

La titularidad de la propiedad privada, como resultado de actos de apropiación original, producción o intercambio de dueños anteriores a posteriores, implica el derecho del dueño a la jurisdicción exclusiva sobre su propiedad; y ningún propietario puede entregar su derecho de jurisdicción máxima sobre, y defensa física de, su propiedad a otro; a menos que haya vendido o transferido su propiedad (en cuyo caso alguien más tendrá jurisdicción exclusiva sobre ella). Se puede estar seguro de que todo propietario puede compartir las ventajas de la división del trabajo y buscar mayor o mejor protección de su propiedad mediante la cooperación con otros propietarios y sus propiedades. Es decir, todo propietario puede comprar de, vender a, o acordar con, alguien más en lo que respecta a más o mejor protección de su propiedad. Pero todo propietario también puede, en cualquier momento, discontinuar unilateralmente cualquier cooperación semejante con otros o cambiar sus respectivas filiaciones. Por lo tanto, para poder satisfacer la demanda de protección sería legítimamente posible y económicamente probable que surjan individuos especializados y agencias que provean servicios de protección, seguro y arbitraje por un precio a clientes que pagan voluntariamente.

Sin embargo, si bien es fácil concebir el origen contractual de un sistema competitivo de proveedores de seguridad, es inconcebible cómo los propietarios entrarían en un contrato que le asignara a otro agente en forma irrevocable (una vez y para siempre) el poder definitivo de toma de decisiones respecto de su propia persona y propiedad y/o el poder de cobrar impuestos. O sea que es inconcebible cómo alguien podría estar de acuerdo con un contrato que le permitiera a otra persona determinar en forma permanente lo que podría o no hacer con su propiedad; dado que al hacerlo, esta persona estaría rindiéndose efectivamente indefenso de cara a semejante tomador definitivo de decisiones. Y asimismo es inconcebible cómo alguien podría estar de acuerdo con un contrato que permitiera que el propio protector determinara unilateralmente, sin consentimiento del protegido, la suma que debe pagar el protegido por su protección.

Ortodoxos, es decir, estatistas, politólogos, desde John Locke hasta James Buchanan y John Rawls, han intentado resolver esta dificultad sacando partido de acuerdos, contratos, o constituciones estatales, «tácitos», «implícitos» o «conceptuales». Sin embargo, todos estos intentos característicamente tortuosos y confusos sólo se han sumado a la misma conclusión inevitable a la que llegó Rothbard: que es imposible extraer una justificación del gobierno de contratos explícitos entre propietarios, y por ende, que la institución del Estado debe ser considerada injusta, es decir, el resultado de un error moral.

La consecuencia del error moral: el estatismo y la destrucción de la libertad y la propiedad

Todos los errores son costosos. Esto resulta más evidente con las leyes de la naturaleza. Si una persona yerra con respecto a las leyes de la naturaleza, esa persona no será capaz de alcanzar sus propios objetivos. Sin embargo, dado que el fracaso de lograrlo tiene que cargarlo cada individuo que se equivoca, prevalece en este mundo un deseo universal de aprender y corregir los propios errores. Los errores morales también cuestan. No obstante, a diferencia del caso anterior, su costo no debe, al menos no necesariamente, ser pagado por cada una y todas las personas que cometieron el error. En realidad, este sería el caso sólo si el error involucrado fuera el de creer que todos tienen el derecho a cobrar impuestos y a la toma definitiva de decisiones referentes a la persona y la propiedad de todos los demás. Una sociedad cuyos miembros crean esto estaría condenada. El precio a pagar por este error sería la muerte universal y la extinción. Sin embargo, la cuestión es claramente diferente si el error involucrado es el de creer que una agencia —el Estado— sola tiene el derecho de cobrar impuestos y de la toma final de decisiones (en lugar de todos, o, correctamente, ninguno). Una sociedad cuyos miembros creyeran esto —es decir, que debe haber leyes diferentes que se apliquen en forma desigual a amos y siervos, cobradores y pagadores de impuestos, legisladores y legislados— puede de hecho existir y perdurar. También hay que pagar por este error. Pero no todos los que sostienen este error deben pagar por él de igual manera. En su lugar, algunas personas tendrán que pagar por él, mientras otras —los funcionarios del Estado— realmente se benefician del mismo error. Por ende, en este caso sería erróneo asumir un deseo universal por aprender y corregir los propios errores. Al contrario, en este caso habría que asumir que algunas personas, en lugar de conocer y promover la verdad, tienen un motivo constante para mentir, es decir, para mantener y promover falsedades aún si ellos mismos las reconocen como tales.

En cualquier caso, entonces, ¿cuáles son las consecuencias «mixtas» de, y cuál es el precio desigual a pagar por, el error y/o la mentira de creer en la justicia de la institución del Estado?

Toda vez que el principio del gobierno —monopolio judicial y poder de cobrar impuestos— es admitido incorrectamente como justo, cualquier noción de restringir el poder gubernamental y salvaguardar la libertad individual y la propiedad es ilusoria. Más bien, bajo auspicios monopólicos el precio de la justicia y la protección aumentará continuamente y la calidad de la justicia y la protección caerá. Una agencia financiada mediante impuestos es una contradicción en términos —un expropiador protector de la propiedad— y llevará inevitablemente a más impuestos y menos protección. Aún si, como algunos estatistas —liberales clásicos— han propuesto, un gobierno con sus actividades limitadas exclusivamente a la protección de derechos de propiedad preexistentes, surgiría la cuestión de cuánta seguridad producir. Motivado (como todos) por el interés personal y la fatiga del trabajo, pero con el único poder de cobrar impuestos, la respuesta de un funcionario del gobierno será invariablemente la misma. Maximizar los gastos en protección —y casi toda la riqueza de la nación puede ser concebida como consumible por el costo de la protección— y al mismo tiempo minimizar la producción de la protección. Cuanto mayor dinero uno pueda gastar y menos se deba trabar para producir, mejor se estará.

Además, un monopolio judicial llevará inevitablemente a un constante deterioro de la calidad de la justicia y la protección. Si nadie puede apelar a la justicia excepto la del gobierno, la justicia será pervertida a favor del gobierno, incluyendo las constituciones y las cortes supremas. Las constituciones y las cortes supremas son constituciones y agencias estatales, y cualesquiera que sean las limitaciones a la acción estatal que puedan tener o encontrar, es invariablemente decidido por agentes de la misma institución en cuestión. Predeciblemente, la definición de la propiedad y la protección será continuamente alterada y el espacio de jurisdicción será expandido en ventaja del gobierno hasta que, finalmente, la noción de derechos humanos universales e inmutables —y especialmente de derechos de propiedad— desaparecerán y serán reemplazados por los de la ley como legislación gubernamental y los derechos como garantías brindadas por el gobierno.

Los resultados, todos predichos por Rothbard, están ante nuestros ojos, para que todos los vean. La carga impositiva impuesta sobre los propietarios y los productores ha aumentado continuamente, haciendo que la carga económica de incluso esclavos y siervos parezca, en comparación, moderada. La deuda gubernamental —y por lo tanto, futuras obligaciones impositivas— han aumentado a niveles asombrosos. Cada detalle de la vida privada, la propiedad, el comercio y el contrato es regulado por cada vez mayores montañas de leyes de papel. De todas formas, la única tarea que se suponía que el gobierno tenía que asumir —la de proteger nuestra vida y propiedad— no la realiza. Por el contrario, los cada vez más altos gastos en seguridad social, pública y nacional han aumentado, cuanto más se han erosionado nuestros derechos de propiedad privada, más ha sido expropiada, confiscada, destruida y devaluada nuestra propiedad. Cuantas más leyes de papel se producen, se crea mayor incertidumbre legal y daño moral, y la falta de derechos ha desplazado a la ley y el orden. En lugar de protegernos del crimen doméstico y la agresión externa, nuestro gobierno, equipado con enormes cantidades de armas de destrucción masiva, ataca siempre contra nuevos Hitlers y supuestos simpatizantes de Hitler en cualquier parte fuera de «su» territorio. En resumen, mientras nos hemos vuelto cada vez más indefensos, empobrecidos, amenazados, e inseguros, nuestros gobernantes estatales se han hecho cada vez más corruptos, arrogantes y peligrosamente armados.

La restauración de la moralidad: sobre la liberación

¿Qué hacer, entonces? Rothbard no sólo ha reconstruido la ética de la libertad y explicado el pantano actual como resultado del estatismo, también nos ha enseñado el camino hacia la restauración de la moral.

Lo primero y más importante es que nos ha explicado que los Estados, por poderosos e invencibles que puedan parecer, en definitiva deben su existencia a ideas, y dado que las ideas pueden, en principio, cambiar instantáneamente, los Estados pueden ser derribados y destruidos casi de la noche a la mañana.

Los representantes del Estado son siempre y en todas partes solo una pequeña minoría de la población sobre la cual gobiernan. La razón de esto es tan sencilla como fundamental: cien parásitos pueden vivir vidas confortables si chupan la sangre vital de miles de anfitriones productivos, pero miles de parásitos no pueden vivir confortablemente de una población anfitriona de sólo cien miembros. Sin embargo, si los agentes gubernamentales son meramente una pequeña minoría de la población, ¿cómo pueden forzar su voluntad sobre esa población y salir airosos? La respuesta que da Rothbard al igual que de la Boétie, Hume, y Mises antes que él, es: sólo por virtud de la cooperación voluntaria de la mayoría de la población con el Estado. ¿Pero cómo puede el Estado asegurarse tal cooperación? La respuesta es: solamente debido a que, y en tanto que, la mayoría de la población crea en la legitimidad del gobierno estatal. Esto no quiere decir que la mayoría de la población debe estar de acuerdo con cada medida estatal. En realidad, bien puede considerar que muchas políticas estatales están equivocadas e incluso son despreciables. No obstante, la mayoría de la población debe creer en la justicia de la institución del Estado como tal, y por ende, que aún si un gobierno particular se equivoca, estos errores son meros accidentes que deben ser aceptados y tolerados en miras a un bien mayor provisto por la institución del gobierno.

¿Pero cómo se hace para que la mayoría de la población crea esto? La respuesta es: con la ayuda de los intelectuales. En la antigüedad eso significaba intentar moldear una alianza entre el Estado y la iglesia. En la actualidad y en forma mucho más efectiva, esto implica la nacionalización (socialización) de la educación: a través de escuelas y universidades estatales o subsidiadas por el Estado. La demanda del mercado de servicios intelectuales, especialmente en el área de humanidades y ciencias sociales, no es precisamente alta, estable y segura. Los intelectuales estarían a la merced de los valores y las decisiones de las masas, y las masas generalmente no están interesadas en cuestiones filosófico-intelectuales. El Estado, por otro lado, destaca Rothbard, acomoda su ego típicamente exacerbado y «está dispuesto a ofrecerle a los intelectuales un camarote cálido, seguro y permanente en su aparato, un ingreso seguro, y la panoplia del prestigio». Y en verdad, el Estado democrático moderno en particular ha creado una masiva sobreoferta de intelectuales.

Esta comodidad no garantiza un pensamiento «correcto» —estatista— por supuesto; y estando tan bien y generalmente sobrepagados, los intelectuales continuarán quejándose de cuán poco aprecian los poderes su tan importante trabajo. Pero seguramente ayuda para llegar a las conclusiones «correctas» si uno se da cuenta de que sin el Estado —la institución del cobro de impuestos y la legislación— uno podría quedarse sin trabajo y tendría que probar las propias manos en la mecánica de los surtidores de combustible, en lugar de preocuparse con cuestiones tan estresantes como la alienación, la equidad, la explotación, la deconstrucción del género y los roles sexuales, o la cultura de los esquimales, de los hopis y de los zulúes. E incluso si uno se siente menospreciado por esto o eso incumbe al gobierno, uno aún se da cuenta de que la ayuda sólo puede venir de otro gobierno, y seguramente no de un asalto intelectual sobre la legitimidad de la institución gubernamental como tal. Entonces, no es de sorprender que, como hecho empírico, la abrumadora mayoría de los intelectuales contemporáneos sean directamente izquierdistas e incluso que los intelectuales más conservadores o de libre mercado, como Friedman o Hayek, por ejemplo, sean fundamental y filosóficamente estatistas.

De esta perspectiva de la importancia de las ideas y el rol de los intelectuales como guardaespaldas del Estado y del estatismo, entonces, resulta que el papel más decisivo en el proceso de liberación —la restauración de la justicia y la moral— debe recaer sobre los hombros de lo que se podría llamar intelectuales antiintelectuales. Sin embargo, ¿cómo podrían tener éxito los intelectuales antiintelectuales en deslegimitar al Estado en la opinión pública, especialmente si la gran mayoría de sus colegas son estatistas y harán todo lo que esté a su alcance para aislarlos y desacreditarlos como extremistas y locos? El tiempo me permite solo hacer unos pocos comentarios breves sobre esta pregunta.

Primero: Dado que uno debe contar con la viciosa oposición de los propios colegas, para poder enfrentarla, sacársela de encima, es de suma importancia no basar la propia postura en economía y utilitarismo, sino en argumentos éticos y morales. Esto es debido a que sólo las convicciones morales lo proveen a uno del coraje y la fuerza necesarios en la batalla ideológica. Pocos están inspirados y dispuestos a aceptar sacrificios si aquello a lo cual se oponen es simple error y derroche. Más inspiración y coraje pueden surgir de saber que uno está involucrado en la lucha contra el mal y las mentiras. (Volveré sobre esto en breve).

Segundo: Resulta importante reconocer que uno no necesita convertir a los colegas, es decir, persuadir a los intelectuales convencionales. Tal como Thomas Kuhn ha demostrado, esto ya es bastante raro en ciencias naturales. En las ciencias sociales, las conversiones de visiones previamente sostenidas entre los intelectuales establecidos son casi inexistentes. En su lugar, uno debería concentrar los esfuerzos personales en los jóvenes que aún no están comprometidos intelectualmente, cuyo idealismo también los hace particularmente receptivos de los argumentos morales y del rigor moral. Y así, uno debería esquivar al mundo académico y llegar al público general (es decir, el hombre común educado), que sostiene algunos prejuicios antiintelectuales generalmente saludables en que se puede aprovechar fácilmente.

Tercero (Volviendo a la importancia de un ataque moral contra el Estado): Es esencial reconocer que no se puede ceder en el nivel teórico. Es cierto que uno no debería negarse a cooperar con personas cuyos puntos de vista estén definitivamente equivocados y confundidos, en tanto y en cuanto sus objetivos puedan ser clasificados, claramente y sin ambigüedades, como un paso en la dirección correcta de la desestatización de la sociedad. Por ejemplo, uno no debería querer negarse a cooperar con personas que buscan introducir un impuesto a las rentas plano del 10 por ciento (aunque no deberíamos querer cooperar con aquellos que quieren combinar esta medida con un aumento del impuesto a las ventas para lograr neutralidad impositiva, por ejemplo). Sin embargo, bajo ninguna circunstancia dicha cooperación debe llevar a, o alcanzarse mediante, el sacrificio de los propios principios. El cobro de impuestos es justo o injusto. Y una vez que se lo admite como justo, ¿cómo se hará para oponerse a un aumento de impuestos? Por supuesto, ¡la respuesta es que no se puede!

Puesto de otra manera, ceder en el nivel de la teoría, como lo encontramos, por ejemplo, entre los defensores moderados del libre mercado como Hayek o Friedman o incluso entre los llamados minarquistas, no sólo es filosóficamente insatisfactorio, sino también ineficiente y contraproducente en la práctica. Sus ideas pueden ser —y de hecho lo son— fácilmente cooptadas e incorporadas por los gobernantes estatales y la ideología estatista. De hecho, cuán a menudo oímos por parte de estatistas y en defensa de una agenda estatista, gritar cosas como «incluso Hayek (Friedman) dice…» o «¡ni siquiera Hayek (Friedman) niega que tal y tal cosa deba ser realizada por el Estado!». Personalmente, pueden no estar contentos al respecto, pero es innegable que su trabajo se presta a este propósito, y por tanto, que ellos, quieran o no, realmente contribuyeron al continuado e imbatible crecimiento del poder estatal.

En otras palabras: la transigencia teórica o el incrementalismo sólo llevará a la perpetuación de las falsedades, males y mentiras del estatismo, y sólo el purismo en la teoría, el radicalismo, y la intransigencia pueden y deben llevar primero a la reforma práctica gradual, la mejora y la posible victoria final. Por ende, como un intelectual antiintelectual en el sentido rothbardiano uno nunca puede estar satisfecho con criticar varios disparates gubernamentales, aunque puede que haya que empezar con eso, sino que siempre debe proceder de allí a un ataque fundamental sobre la institución del Estado como un ultraje moral y sus representantes como fraudes morales y económicos, mentirosos e impostores: como emperadores sin ropa.

En particular, uno nunca debe dudar de atacar al mismo corazón de la legitimidad del Estado: su supuesto rol indispensable como productor de protección de la propiedad y la seguridad. Ya he demostrado cuán ridículo es este reclamo en términos teóricos: ¿cómo es posible que una agencia que puede expropiar la propiedad privada sostenga ser protectora de la propiedad privada? Pero difícilmente sea menos importante atacar la legitimidad del Estado sobre este aspecto en términos empíricos. Es decir, destacar y dar por descontada la cuestión de que, después de todo, los Estados, que son nuestros supuestos protectores, son la misma institución responsable por 170 millones de muertes aproximadas sólo en el siglo XX, más que las víctimas del crimen privado en toda la historia de la humanidad (¡y este número de víctimas de crímenes privados, de los cuales el gobierno no nos protegió, hubiese sido aún mucho menor si los gobiernos en todas partes y en todos los tiempos no se hubieran esforzado constantemente en desarmar a sus propios ciudadanos para que los gobiernos pudieran a la vez convertirse en máquinas asesinas cada vez más eficientes!).

En lugar de tratar a los políticos con respeto, entonces, la crítica hacia ellos debería aumentar significativamente: casi sin excepción, no sólo son ladrones sino asesinos en masa. Cómo se atreven a exigir nuestro respeto y lealtad.

¿Pero una radicalización ideológica categórica y distintiva traerá los resultados buscados? De hecho, solo las ideas radicales —y en realidad radicalmente sencillas— pueden movilizar los sentimientos de las masas oscuras y apáticas y deslegitimar al gobierno ante sus ojos.

Permítanme citar a Hayek sobre este aspecto (y al hacerlo, espero también dar a entender que mi crítica bastante fuerte hacia él más arriba no debe ser malentendida en el sentido de que no se puede aprender nada de autores que están fundamentalmente equivocados y confundidos):

Debemos construir una sociedad libre, una vez más, un emprendimiento intelectual, a acto de valentía. Carecemos de una utopía liberal, un programa que no parezca una mera defensa de cosas como son, ni tampoco una suerte de socialismo diluido, sino un radicalismo verdaderamente liberal que no desperdicie las susceptibilidades del hábil…, que no sea demasiado severamente práctico y que no se confine a sí mismo a lo que hoy parece políticamente posible. Necesitamos líderes intelectuales que estén preparados a resistir las lisonjas del poder y la influencia, y que estén dispuestos a trabajar por un ideal, por más pequeñas que puedan ser las perspectivas de su temprana realización. Deben ser hombres dispuestos a aferrarse a principios y a luchar por su completa realización, por más remota que sea. El libre comercio y la libertad de oportunidades son ideas que aún pueden causar imaginaciones en muchas personas, pero una mera ‘razonable libertad de comercio’ o una mera ‘disminución de los controles’ no es ni intelectualmente respetable ni es probable que inspire ningún entusiasmo…

A menos que podamos hacer que los fundamentos filosóficos de una sociedad libre sean una vez más una cuestión intelectual, y su implementación una tarea que desafíe la ingenuidad e imaginación de nuestras mentes más despiertas, las perspectivas de la libertad son realmente oscuras. Pero si podemos recuperar esa fe en el poder de las ideas que fue el logro del liberalismo en su mejor momento, la batalla no está perdida.

Hayek, por supuesto, no siguió su propio consejo para proveernos de una teoría consistente e inspiradora. Su utopía, desarrollada en su Los fundamentos de la libertad, es la visión bastante poco inspiradora del Estado de bienestar sueco. En su lugar, fue Rothbard quien hizo lo que Hayek reconoció como necesario para una renovación del liberalismo clásico; y si hay algo que pueda revertir la marea aparentemente incontenible de estatismo y restituir la justicia y la libertad, es el ejemplo personal brindado por Murray Rothbard y la difusión del rothbardismo.


Traducción original revisada y corregida por Oscar Eduardo Grau Rotela. El material original se encuentra aquí.