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Lo que debe hacerse | What Must Be Done

Juan Gamón has translated into Spanish Hoppe’s What Must Be Done (1997).

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Lo que debe hacerse

Lección impartida en la conferencia «La bancarrota de la política norteamericana», patrocinada por el Instituto Mises, en Newport Beach, California, los días 24 y 25 de enero de 1997.

Un título un poco más apropiado habría sido «Sociedad, Estado y libertad: la estrategia austrolibertaria para la revolución social». Así que voy a animar esto un poco, después del tono moderado de todas esas charlas que Ustedes han escuchado anteriormente. Quiero terminar dando lo que serían más bien unas recomendaciones acerca de cuál ha de ser la concreta estrategia a seguir, pero para poder hacerlo, antes he de diagnosticar el problema, pues sino la cura podría ser peor que la enfermedad. Y ese diagnóstico implica algún tipo de reconstrucción sistemática o explicación teórica de la historia humana.

Sociedad y cooperación

Déjenme empezar con unas pocas palabras acerca de la sociedad ¿Por qué existe la sociedad? ¿Por qué coopera la gente? ¿Por qué hay cooperación pacífica en vez de guerra permanente entre los hombres? Los austriacos, y en particular von Mises y sus seguidores, enfatizan el hecho de que para explicarlo no necesitamos asumir que exista nada parecido a simpatía o amor por los demás. El concepto de egoísmo, el interés particular (es decir, preferir más a menos), basta enteramente para explicar ese fenómeno que es la cooperación. Los hombres cooperan porque son capaces de reconocer que la producción bajo el sistema de división del trabajo es superior al aislamiento autosuficiente. Basta con que imaginemos lo mucho que obtenemos de la división del trabajo, para darnos enseguida cuenta de que sin ella seríamos desesperadamente pobres y la mayor parte de la raza humana moriría de forma inmediata.

Nótese una cosa de importancia en esto, sobre la que volveré después. Lo que esta explicación implica y lo que no implica: no implica por supuesto que no habrá siempre nada más que paz entre los hombres, sin excepción ni perturbación alguna. Siempre hay y habrá ladrones y asesinos y cada sociedad debe de alguna manera lidiar con esa clase de gente. Pero lo que sí implica es que la explicación, de la que da cuenta Hobbes, respecto de cómo surgió la cooperación pacífica es en lo fundamental errónea.

Thomas Hobbes asumió que los hombres estarían siempre tirándose a la yugular, los unos de los otros, de no haber un tercero independiente que los pacificase (ese tercero es, por supuesto, el Estado). Ahora bien, inmediatamente se da uno cuenta de lo curiosa que resulta semejante construcción. Presupone que el hombre es un lobo para el hombre y que solo puede convertirse en cordero si un tercer lobo lo somete. Si el tercero, es también un lobo, como debe obviamente serlo, entonces, aun cuando pueda imponer la paz a los otros dos lobos, obviamente implica que habría una permanente guerra entre el lobo dominante y los otros dos que se encuentran ahora cooperando pacíficamente entre ellos.

Lo que esto implica es algo de gran importancia. Para que pueda existir cooperación entre dos individuos, no puede haber Estado, es decir, no debe haber un tercero independiente. Esto es algo que puede inmediatamente observarse en la escena internacional. En ella no existe una entidad que puede calificarse de gobierno mundial (al menos, todavía no), pero aun así la gente de diferentes países coopera pacíficamente entre sí. Incluso aún en el mayor caos social, la cooperación siempre surge de nuevo.

Lo que esto significa es simplemente que la cooperación pacífica entre los seres humanos es perfectamente natural y un fenómeno que vuelve a surgir constantemente; y que, de esa cooperación (y también de forma natural y a impulsos del interés egoísta de los hombres) resulta la formación de capital y el uso del dinero, el medio de intercambio, lo que permite que se extienda la división del trabajo y que, en última instancia, se amplíe a todo el globo, y también que la mercancía empleada como dinero, se convierta en una mercancía utilizada a escala mundial. Los estándares materiales de vida mejoran de forma generalizada, y, a partir de unos niveles de vida más altos, se forma una superestructura cada vez más elaborada de bienes no materiales; es decir, la civilización (la ciencia, las artes, la literatura, etcétera) puede así desarrollarse y conservarse.

La protección y el Estado

Pero algo puede suceder y obviamente ha sucedido algo que interrumpe, distorsiona y que incluso puede hacer descarrilar este desarrollo normal que el egoísmo impulsa. Y se trata, por supuesto, del Estado, que definiré inicialmente, de forma más bien abstracta, como un monopolio territorial de la protección que es financiado de forma compulsoria. Es decir, se trata de un monopolio que se extiende al ámbito de la defensa y a la provisión de los servicios orientados a  hacer cumplir la ley y mantener el orden.

¿De dónde surge el Estado? Aunque esto se confunde generalmente, y, creo, que intencionadamente, debe quedar claro desde el principio que la ley y el orden, la protección y la propiedad, la ley estatal, el orden del Estado y la protección estatal no son una única y una sola cosa; no son cosas idénticas. La propiedad y la cooperación social basada en la división del trabajo son algo natural, el deseo humano de que las propiedades de uno estén protegidas contra los desastres naturales y sociales, como el crimen, es un deseo completamente natural. Para satisfacer ese deseo existe, antes que nada y por encima de todo, la autoprotección. Ser precavido, los seguros (individuales o cooperativos o mutuos), la vigilancia, la autodefensa y el castigo.

Y no hay ninguna duda en cuanto a la efectividad de un sistema de protección basado en el deseo de defenderse que tiene la gente. Esta es la forma mediante la cual la gran parte de la humanidad mantuvo la ley y el orden a lo largo de la historia. En cada pueblo, incluso hasta hoy en día, la ley y el orden se mantuvieron básicamente así. En el salvaje oeste americano, que no fue precisamente «salvaje» si lo comparamos con la situación actual, es así como se impuso la ley y se mantuvo el orden, lo hizo la gente al estar dispuesta a defenderse.

Además la división del trabajo naturalmente afectará a la producción de los servicios de seguridad y protección. Cuanto más altos sean los niveles de vida y sin perjuicio de recurrir a a las medidas de autodefensa, la gente querrá disfrutar de las ventajas de la división del trabajo y unirse a otros con el fin de procurarse más y mejor protección recurriendo a un protector especializado, o sea a alguien dispuesto y preparado a conseguir  que la ley se respete y a que se mantenga el orden, a impartir justicia y a brindar protección. Y naturalmente, cada persona, para esa concreta tarea, buscará a personas o instituciones que tengan ellas mismas algo que proteger, que dispongan de los medios para asegurar una protección efectiva y que tengan la reputación de ser jueces justos e imparciales. En toda sociedad mínimamente compleja surgirán rápidamente determinados individuos, que por tener propiedades que defender, por tener una buena reputación y demás…, asumirán el papel de jueces, de pacificadores y protectores. Y, de nuevo, cada pueblo hasta nuestros días, cada pequeña comunidad e incluso el salvaje Oeste, por supuesto, ilustran o dan cuenta de la veracidad de esta conclusión.

La protección también es posible sin un Estado. Esto debe ser quedar absolutamente claro, pero en una era de ofuscación estatista y de confusión como la actual, es cada vez más necesario enfatizar esta visión elemental, que es, al mismo tiempo, y como luego veremos, muy peligrosa. El paso decisivo para desviar la historia humana de su curso natural (el pecado original de la humanidad, por así llamarlo) se produce con la monopolización de la provisión de la protección, la defensa, la seguridad y el orden: la monopolización de esas tareas por un único protector, de los muchos que había originalmente, con exclusión de todos los demás. Un monopolio de la protección existe una vez que una única entidad o un solo sujeto particular pueden efectivamente obligar a todos los residentes en un determinado territorio a que recurran exclusivamente a él para obtener justicia y protección. Es decir, que nadie pueda recurrir única y exclusivamente a la autodefensa o a pactar con otro para que le proteja. En cuanto se alcanza este monopolio, contribuir a su sostenimiento económico deja de ser un acto totalmente voluntario y se convierte, en parte, en algo compulsivo.

Y, como predice la escuela austriaca de pensamiento económico, una vez deja de haber libre acceso a la actividad que consiste en prestar servicios de protección a terceros, o a estos efectos, el libre acceso a cualquier otra actividad, el precio de esa protección o actividad aumentará y la calidad de la misma bajará. El monopolista será paulatinamente menos un protector de la propiedad ajena y actuará cada vez más como una mafia o incluso explotará de una forma sistemática a los dueños de las propiedades que estaba llamado a proteger. Se convertirá así en un agresor y en un agente destructor de las personas y de las propiedades que inicialmente se suponía que debía proteger.

Lo que se describe fácilmente en términos abstractos (monopolio) es en la práctica una tarea tediosa y lenta. ¿Cómo puede alguien conseguir que todos los demás protectores se vean impedidos de entrar en competencia con uno? ¿Y por qué consienten los demás que suceda algo así, que un solo individuo monopolice ese servicio (en especial todos los demás  pacificadores y jueces potenciales que se vieron excluidos)? La respuesta con respecto al origen del Estado es en sus detalles muy complicada pero en su estructura general es muy fácil de reconocer.

Primero, cada Estado, es decir, cada agencia de protección monopolista, debe empezar, o solo se puede originar, en un ámbito territorial extremadamente pequeño, como por ejemplo en un pueblo. Es prácticamente inconcebible que pudiese haber un Estado mundial, o que un monopolio de la protección que abarcase toda la población mundial, pudiera llegar a formarse a partir de la nada.

La segunda cuestión que hemos de notar es que cualquiera no puede implantar un monopolio local de la protección. Sino que lo que sucede más bien es que son quienes forman parte inicialmente de la élite social quienes consiguen convertirse en monopolistas de los servicios de protección a nivel local. O lo que es lo mismo, inicialmente, los monopolistas son los miembros destacados y reconocidos de la sociedad. Además, antes de adquirir la condición de monopolista, fueron previamente elegidos como protectores voluntariamente. Solo pudieron dar ese paso decisivo hacia la monopolización e imponerla en la medida en que al pertenecer a las élites establecidas y reconocidas, su autoridad era en esencia voluntaria.

Esto equivale a decir que cualquier gobierno local o cualquier Estado se forman a partir del gobierno personal o privado de un señor o de un príncipe. Nadie confiaría la ley, el orden y la Justicia a cualquiera; más aún en el caso de que esa persona o entidad tuviese un monopolio para esa particular tarea. Por el contrario, la gente encomendaría su protección a alguien conocido, a quien considerase ser una persona instruida, y, solo una persona así, un noble o un aristócrata, podría inicialmente alcanzar una posición de monopolio.

Por cierto, históricamente, si uno examina la historia antigua o moderna, los Estados son básicamente en todas partes, primero, Estados principescos, que solo más tarde se convierten en Estados democráticos. Y si bien es verdad que los Estados siempre surgieron a partir de un ámbito local con un origen principesco, tuvieron que transcurrir cientos de años antes de que llegara a existir algo parecido a un Estado moderno.

La imposibilidad de que exista un gobierno limitado

Una vez que se ha establecido el monopolio de la protección, adquiere una lógica propia. Todo monopolista se aprovecha de su posición. El precio de la protección subirá, y lo que es más importante, las prestaciones a realizar, es decir, la calidad del producto, se verá alterada en provecho del monopolista y a expensas de los demás. La justicia será pervertida y el protector se convertirá paulatinamente en un explotador y en un expropiador. Más específicamente, como resultado de la monopolización territorial de la protección, se generan dos tendencias. La primera, es una tendencia hacia la extensión de la explotación y la segunda es una tendencia hacia la intensificación de la explotación.

En su origen, las instituciones locales, los Estados tienen una tendencia inherente, que viene impulsada por su propio interés egoísta, a querer tener más y no menos ingresos (hacia la expansión territorial). Cuantos más sujetos protege un Estado (o más bien explota) mejor para él. La competencia entre Estados (es decir, entre monopolistas territoriales) es una competencia de carácter excluyente: o yo soy el monopolista que despluma a la gente o lo eres tú.

Es más, cuando hay muchos Estados, la gente puede fácilmente votar con los pies. Sin embargo, una reducción de la población, desde el punto de vista del Estado, es un problema peliagudo. Por ello, los Estados casi automáticamente entran en conflicto unos con otros, y una forma de resolver ese conflicto, desde un punto de vista estatista, es la expansión territorial bien sea mediante la guerra, los matrimonios de conveniencia o, a veces, con una compraventa sin más. En última instancia, esta tendencia se detendrá únicamente cuando se instaure un único Estado mundial.

La segunda tendencia es la intensificación de la explotación. La extensión de la explotación (el saqueo de la gente) por parte de un monopolio estatista, implica en si mismo una intensificación, porque cuantos menos sean los Estados que entren en competencia (es decir, cuanto más grande se hace el territorio del Estado) menos oportunidades tienen los residentes de votar con los pies. Y en ese escenario de un único Estado mundial, donde quiera que uno vaya los impuestos y las normas son iguales. Así que, una vez eliminada la amenaza de la emigración, la explotación monopolista aumentará naturalmente (esto es tanto como decir que el precio de la protección subirá y su calidad disminuirá).

Monarquía frente a democracia

Sin embargo, incluso dejando eso a un lado, tan pronto exista un monopolio de la protección, cualquiera que sea el tamaño del territorio considerado, el monopolista intentará intensificar su explotación e incrementar sus ingresos y su riqueza, a expensas de los sujetos protegidos, el máximo posible. Mientras el monopolio lo detente una sola persona, como un príncipe o un rey, y, especialmente, cuando es un monopolio hereditario, entonces al monopolista le interesa conservar el valor de su propiedad ya que es él el dueño del monopolio y de su valor capital. No explotará demasiado hoy con el fin de poder seguir explotando mañana.

La resistencia popular contra la expansión del poder del Estado será muy grande si hay una sola persona al mando porque no hay obviamente libre acceso al aparato del Estado, y los beneficios del monopolio los percibe un solo hombre y su familia extensa (es decir, la nobleza hereditaria). Consecuentemente, se agudizan el resentimiento y la vigilancia del público y los intentos de intensificar la explotación se enfrentan a rápidas y severas limitaciones. El pueblo odiaba al rey porque sabía que él era el gobernante y quien le gobernaba.

Como era predecible, el gran paso adelante en el deseo de los Estados por intensificar la explotación se produjo en conjunción con la reforma del Estado (perfilada durante siglos) cuando el Estado principesco se transforma en un Estado democrático. Con la democracia mayoritaria moderna (es decir, el tipo de Estado que floreció a escala mundial después de la primera gran guerra), el monopolio y la explotación no desaparecieron. La democracia mayoritaria no es un sistema de autogobierno y de autodefensa. El Estado y el pueblo no son una sola y misma cosa. Con la sustitución de un príncipe o rey no electos, por un parlamento y por un presidente, que sí que son elegidos, la protección continuó estando tan monopolizada como lo estuvo anteriormente.

Lo que ocurre es simplemente lo siguiente: la protección territorial del monopolio es ahora pública en vez de ser de titularidad privada. En vez de un príncipe que considera al territorio como su propiedad privada, un administrador temporal e intercambiable se pone al frente del entramado de protección. El administrador no es dueño del aparato de protección. En cambio, se le permite usar los recursos disponibles en su propio beneficio. Tiene el usufructo pero no es propietario del valor del capital. Esto no elimina la tendencia egoísta a incrementar la explotación. Por el contrario, solo hace que la explotación sea menos racional y menos calculada, más corta de vista y despilfarradora.

Es más, como el acceso a un gobierno democrático está abierto a todos (cualquiera puede ser presidente), la resistencia frente a las intromisiones estatales contra la propiedad se ve reducida. Esto conduce por doquier al mismo resultado: bajo condiciones democráticas en un entorno de libre competencia serán paulatinamente los peores quienes asciendan a la cúspide del Estado. La competencia no es siempre buena. La competencia en el campo de ver quien se convierte en el más encarnizado agresor de la propiedad privada no es algo que deba celebrarse. Y esto es precisamente lo que supone la democracia. Príncipes y reyes fueron gobernantes por devoción («por la gracia de Dios») y tuvieron normalmente un comedimiento natural, producto de su educación elitista y de su sistema de valores, que les llevó con bastante frecuencia a obrar simplemente como lo habría hecho un buen padre de familia. En cambio, los políticos de una democracia son, y han de ser, demagogos profesionales, que recurren constantemente incluso a lo más bajo (es decir, típicamente a los instintos igualitarios) ya que cada voto es obviamente tan bueno como cualquier otro. Y como a los políticos elegidos por el público nunca se les hace personalmente responsables de los actos que realizan en el desempeño oficial de su cargo público, son mucho más peligrosos desde el punto de vista de quienes desean sentirse seguros y ver protegidas sus propiedades de lo que lo haya podido ser nunca cualquier rey.

Si se combinan esas dos tendencias que mencioné y que son inherentes al Estado: intensificación (explotar a la población doméstica) y extensión; se llegará a un mundo en el que habrá un solo gobierno democrático provisto de un papel moneda mundial que emitirá un único Banco Central mundial.

Las condiciones hoy vigentes

Llegados a este punto, pasemos a estudiar la situación. Henos aquí a finales del siglo XX, más cerca que nunca al estadio último de un único gobierno mundial, al menos más cerca de lo que lo habíamos estado nunca antes en la Historia. Los Estados Unidos son la única superpotencia y el supremo policía del mundo. Al mismo tiempo, la democracia se ha convertido casi en un fenómeno universal y el mayor poder del mundo entero, los Estados Unidos de América, en el campeón mundial de la democracia.

Algunos neoconservadores, como Francis Fukuyama, señalaron que ése debe ser el fin de la historia. Una democracia mundial, que ya casi hemos alcanzado. Ahora bien, desde un punto de vista austrolibertario, las cosas parece que son algo distintas. Con una democracia muy centralizada o, mejor dicho, con un gobierno altamente centralizado que es ejercido por las masas, la seguridad del derecho a la propiedad privada casi ha desaparecido por completo. El coste de la protección es enorme y la calidad de la justicia impartida ha ido empeorando constantemente.

Se ha deteriorado hasta el punto que la idea de que las leyes han de ser justas e inmutables, de la ley natural, casi ha desaparecido por completo de la conciencia del público. La ley no es sino la ley del Estado, la ley positiva. La ley y la justicia son lo que el gobierno dice que son. Aún existe nominalmente la propiedad privada pero en la práctica, los dueños de la propiedad privada han sido casi expropiados por completo. Más que proteger al pueblo de los invasores y de las agresiones a las personas y a sus bienes, el Estado ha desarmado progresivamente a su propio pueblo y le ha privado de su más elemental derecho a la autodefensa.

Además, los propietarios particulares ya no tienen libertad para incluir o excluir a su antojo a otros del disfrute de las facultades dominicales. El derecho a incluir, si uno así lo desea, o el de excluir a alguien, si así lo quiere, es un ingrediente esencial del derecho de propiedad privada. Presupone un mecanismo de defensa; es un método destinado a repeler la invasión y que te permite expulsar a otro de tu propiedad. Pero ese derecho a expulsar a otro de su propiedad, especialmente de la propiedad comercial, le ha sido hurtado por completo. Y una vez eliminado ese derecho (nadie puede hoy contratar o despedir, comprar o vender, incluir o excluir de su propiedad a voluntad) con ello también se ha perdido otro de los métodos de defensa de los que uno podía valerse para defenderse de una invasión.

El Estado, que se suponía que tenía que protegernos, de facto nos ha dejado completamente desamparados. Roba a sus súbditos más de la mitad de sus ingresos, para distribuirlos según sea el sentimiento del público en vez de con arreglo a criterios de justicia. Somete nuestra propiedad a miles de regulaciones invasivas y arbitrarias. Ya no podemos contratar ni despedir libremente a quien queramos, por cualquier razón que estimemos buena y necesaria. No podemos vender o comprar lo que queramos a quien queramos y cuando queramos. No podemos fijar libremente los precios como queramos, no podemos asociarnos con quien queramos; una vez asociados, no podemos separarnos de quien queramos hacerlo y no podemos decidir no asociarnos con quien no queramos hacerlo.

En vez de protegernos, el Estado nos ha entregado, a nosotros y a nuestras propiedades, a la chusma y a los instintos de la chusma. En vez de salvaguardarnos, nos empobrece, destruye a nuestras familias, a las organizaciones locales, a las fundaciones privadas, a los clubes y asociaciones, los atrae a todos progresivamente a su órbita. Y como consecuencia de todo ello, el Estado pervierte el sentido público de la Justicia y de la responsabilidad personal y alimenta y da vida a un cada vez mayor número de monstruos y monstruosidades, morales y económicos.

Estrategia: ¿cómo parar la enfermedad del estatismo?

¿Cómo parar al Estado y a la enfermedad estatista? Ahora expondré mis consideraciones estratégicas. En primer lugar, deben reconocerse tres principios rectores o ideas fundamentales. Primero: que la protección de la propiedad privada, del Derecho y de la Justicia y el imperio de la ley son esenciales para cualquier sociedad humana. Pero no hay ninguna razón por la que esta tarea deba ser asumida por una única entidad, por un monopolista. De hecho, lo que precisamente sucede es que tan pronto tengamos a un monopolista encargado de esa tarea, atropellará necesariamente la justicia y nos dejará indefensos frente a los invasores y agresores, tanto exteriores como domésticos.

Ha de ser pues nuestro objetivo último, el que hemos de tener siempre presente, lograr la desmonopolización de los servicios de protección y de impartición de justicia. La protección, la seguridad, la defensa, la ley, el orden y el arbitraje de los conflictos pueden y deben ser proveídos en competencia (es decir, el acceso a la función jurisdiccional debe ser libre).

Segundo, como un monopolio de la protección es de raíz un mal, cualquier expansión territorial de semejante monopolio es per se mala también. Toda centralización política debe ser rechazada por principio. En cambio, se ha de apoyar todo intento de descentralización política (segregación, separación, secesión y demás).

La tercera idea básica es que un monopolio democrático de la protección debe ser rechazado, en particular, por ser una perversidad moral y económica. El gobierno de la mayoría y la protección de la propiedad privada son incompatibles. La idea de la democracia debe ser ridiculizada: no es más que el gobierno de la plebe con la pretensión de que se le tenga por justo ¡Que a uno le digan demócrata debería considerarse como el peor de todos los posibles elogios! Eso no significa que uno no pueda participar en políticas democráticas, volveré sobre ello un poco más adelante.

Pero uno debe utilizar medios democráticos tan solo con propósitos defensivos; es decir, uno puede utilizar una plataforma antidemocrática para ser elegido por unos votantes antidemocráticos con el fin de implementar políticas antidemocráticas, es decir, antiigualitarias y de promoción y defensa de la propiedad privada. O, por decirlo de otra forma, una persona no es honorable por ser democráticamente elegida. En todo caso, eso la convierte en sospechosa. A pesar del hecho de que una persona haya sido elegida democráticamente, aún puede ser un hombre decente y honorable; hemos oído hablar de alguno en el pasado.

Partiendo de esos principios llegamos ahora al problema de su aplicación. Aunque las ideas básicas (que son: que con un monopolio de la protección, un Estado se convertirá inevitablemente en agresor y nos llevará a que quedemos indefensos; que la centralización política y la democracia son medios para extender e intensificar la explotación y la agresión)  nos proporcionen una orientación general hacia el objetivo que perseguimos, no son obviamente suficientes por si solas para definir nuestras acciones y para indicarnos la forma de alcanzarlo.

Cómo conseguir el objetivo de desmonopolizar la protección y la justicia, dadas las circunstancias actuales de existencia de una centralización democrática del poder que se extiende por casi todo el mundo, debe ser, al menos temporalmente, el punto de partida desde el que hemos de empezar. Permítanme desarrollar una respuesta a esa pregunta exponiendo en primer lugar en qué aspectos el problema, y también la solución al mismo, han cambiado a lo largo de los últimos 150 años (es decir, desde mediados del siglo XIX).

Reforma de arriba-abajo: convirtiendo al rey

El problema hasta 1914 era relativamente sencillo y la posible solución era comparativamente fácil entonces; hoy, como luego veremos, las cosas son más difíciles y la solución es mucho más complicada. A mediados del siglo XIX, en Europa así como en los Estados Unidos, no solo era el grado de centralización mucho menos pronunciado de lo que lo es hoy; la guerra de independencia de los Estados del sur (o sea la guerra civil americana o guerra de secesión) aún no había tenido lugar y ni Alemania ni Italia existían todavía como Estados unitarios.

Pero singularmente, en esa época la era de la democracia de masas aún no había comenzado. En Europa, tras la derrota de Napoleón, los países aún estaban regidos por reyes y príncipes, las elecciones y los parlamentos jugaban un papel modesto y estaban además restringidos a un número extremadamente pequeño de grandes propietarios. Del mismo modo, en los Estados Unidos el gobierno era desempeñado por unas pequeñas élites aristocráticas y el voto estaba restringido a quienes eran propietarios y estaba sujeto a severos requerimientos en este sentido. Después de todo, solo aquéllos que tienen algo que merezca la pena ser protegido deben ser quienes se ocupen de gobernar o regir a las entidades encargadas de su protección.

Hasta hace ciento cincuenta o incluso cien años, para resolver el problema habría en esencia bastado con obligar al rey a que declarase que en lo sucesivo, cada ciudadano sería libre de elegir a su propio protector y de prestar juramento de lealtad al gobierno que quisiera. Es decir, el rey ya no consideraría ser protector de nadie, de no ser porque esa persona se lo hubiera pedido expresamente y hubiese satisfecho lo exigido por el rey a cambio de semejante servicio.

Ahora bien ¿Qué habría pasado en ese caso? ¿Qué habría pasado si, pongamos que, el emperador de Austria hubiese hecho semejante declaración en 1900? Déjenme que les haga un breve esbozo o descripción de lo que creo que habría pasado en esa situación.

Primero, cualquiera, sobre la base de esa declaración, habría recuperado su irrestricto derecho a la autodefensa y habría quedado en libertad de decidir si quería o no tener mayor y/o mejor protección que la proporcionada por el sistema de autodefensa, y, en ese caso, de decidir cómo y de quién obtener esa protección. La mayoría de las personas, en una situación como ésa, habría también elegido aprovechar la división del trabajo recurriendo, además de a su autodefensa, a los servicios especializados de empresas dedicadas a brindar protección a terceros.

Segundo, a la hora de buscar protectores, cualquiera escogería a personas o entidades que tuvieran o pudiesen tener los medios necesarios para asegurar la tarea de protección (es decir, que tuvieran ellas mismas unos intereses que proteger en el mismo territorio en forma de importantes bienes patrimoniales) y que poseyesen una reputación acreditada como personas fiables, prudentes, honorables y justas.

Es justo decir que nadie habría considerado a un parlamento para esa tarea. En cambio, casi todo el mundo habría pedido ayuda a una o más de estas tres instancias: bien al mismo rey, que ya no sería un monopolista; bien a un noble, magnate o aristócrata, regional o local; o bien a una compañía de seguros que operase a escala regional, nacional o incluso internacional.

Obviamente, el mismo rey cumpliría los requerimientos que acabo de mencionar y mucha gente le elegiría voluntariamente como protector. Al mismo tiempo, sin embargo, mucha gente también se distanciaría del rey; de ella, una buena parte recurriría probablemente a varios nobles o magnates de la región que serían ahora una nobleza natural en vez de hereditaria. Y a una escala territorial más pequeña, esos nobles locales podrían ofrecer las mismas ventajas como protectores que las que pudiera ofrecer el mismo rey. Y ese cambio traería consigo una considerable descentralización en la organización y estructura de la industria de la seguridad. Y esa descentralización sería solo un reflejo de, y sería coherente con, la existencia de intereses necesitados de protección de carácter privado o subjetivo (es decir, la tendencia centralizadora que mencioné antes también ha conducido a una excesiva centralización del negocio de la protección).

Por último, casi todos los demás, especialmente en las ciudades, habrían asegurado su protección con compañías de seguros como ocurre con los seguros de incendios. La protección de propiedades y la garantía de su aseguramiento son obviamente cuestiones muy íntimamente relacionadas. Una mejor protección de los bienes asegurados conlleva pagar primas de seguro más bajas. Y con la entrada de las aseguradoras en el negocio de la protección, serían pronto los contratos de seguros de protección, en vez de inespecíficas promesas, la fórmula estándar mediante la cual se ofrecerían los servicios de protección.

Más adelante, en virtud de la naturaleza de los seguros, la competencia y cooperación entre varias empresas aseguradoras de servicios de protección promovería el desarrollo de reglas universales respecto de los procedimientos, los medios de prueba, la resolución de conflictos y el arbitraje. También promovería la simultánea agrupación de la población en varias categorías o clases homogéneas de individuos adscribiéndolos en función de los riesgos y del grado de protección que prefiriesen, y, congruentemente con ello, se establecerían diferentes primas de seguros. Toda sistemática y predecible redistribución de ingresos y de riqueza entre distintos grupos dentro de una población, tal como existió en condiciones de monopolio, sería inmediatamente eliminada. Y esto por supuesto contribuiría a la paz.

Lo que es más importante, la naturaleza de la protección y de la defensa se verían fundamentalmente alteradas. Bajo condiciones de monopolio, solo existe un protector que, ya sea monárquico o democrático (no supone ninguna diferencia a este respecto), es un gobierno y este se concibe invariablemente como una entidad que defiende y protege un territorio determinado y contiguo.

Pero ésta es una característica que es resultado de la existencia de un monopolio compulsorio de la protección. Con la abolición del monopolio, esta característica desaparecería inmediatamente por no ser en absoluto algo natural sino más bien artificial. Podría haber habido unos pocos protectores locales que solamente defendieran un territorio contiguo. Pero también podría haber otros protectores, como el rey o las compañías de seguros, cuya protección se extendiese a un territorio formado por un variado mosaico de trozos, parcelas y franjas discontinuas de terreno. Y las fronteras de cada gobierno estarían en continuo vaivén. En las ciudades en particular, no sería más inusual que dos vecinos tuvieran diferentes agencias de protección que tuviesen seguros de incendios contratados con distintas compañías.

Esta estructura de protección y defensa en mosaico mejora la protección. En una situación de monopolio, una defensa contigua presupone que los intereses de seguridad de toda la población que vive en un territorio dado son de alguna manera homogéneos. Es decir, que toda la gente de un determinado territorio tiene la  misma clase de intereses a defender. Pero ésa es una suposición muy poco realista y, en realidad, falsa. Por el contrario, las necesidades de seguridad de la gente son muy heterogéneas. La gente puede tener propiedades en un único lugar o puede tener propiedades muy dispersas o puede ser ampliamente autosuficiente o depender de muy pocas personas en sus tratos económicos o, por el contrario, puede estar profundamente integrada en el mercado y depender económicamente de miles y miles de personas diseminadas a lo largo de extensos territorios.

La estructura en mosaico de la industria de la seguridad reflejaría meramente esta realidad: que distintas personas tienen unas necesidades de seguridad muy diferenciadas. Además, esta estructura a su vez estimularía el desarrollo del correspondiente arsenal de seguridad. En vez de producir y desarrollar armas e instrumentos de bombardeo a gran escala, se desarrollarían instrumentos para proteger territorios a pequeña escala sin causar daños colaterales.

Adicionalmente, como en un sistema competitivo se eliminaría toda redistribución de ingresos y de riqueza, la estructura en mosaico ofrecería también la mejor garantía para una paz interterritorial. La probabilidad de un conflicto interterritorial y la extensión del mismo, en caso de que lo hubiera, se verían reducidas con esa estructura en mosaico. Y como cada invasor extranjero, por así llamarlo, se encontraría casi instantáneamente, aún cuando solo invadiese una pequeña porción de terreno, con la oposición y los contraataques militares y económicos de varias agencias de protección independientes, el peligro de las invasiones extranjeras se vería reducido en la misma medida.

Indirectamente, ya ha quedado claro, al menos parcialmente, cómo y porqué se ha vuelto tanto más difícil alcanzar esta solución con la evolución seguida a lo largo de los últimos ciento cincuenta años. Déjenme que exponga algunos de los cambios fundamentales que han ocurrido y que hacen que todos esos problemas sean mucho mayores. Primero, ya no es posible realizar las reformas de arriba-abajo. Los liberales clásicos, durante los viejos tiempos de la monarquía, podían pensar (y, de hecho, lo pensaron con frecuencia) y podían realísticamente creer que con convencer al rey de sus puntos de vista y pedirle que abdicara de su poder, todo lo demás encajaría después casi automáticamente.

Hoy el monopolio de protección del Estado se considera que es de titularidad pública en vez de privada y las reglas del gobierno ya no le vinculan con ningún sujeto particular sino con funciones específicas, ejercidas por individuos sin nombre o anónimos en su condición de miembros de un gobierno democrático. Así pues, la estrategia consistente en convencer a una o varias personas ya no funcionan. Ya no importa si uno convierte a unos pocos altos funcionarios del gobierno (al presidente y a un puñado de senadores) porque, conforme a las reglas a las que está sujeto un gobierno democrático, ningún individuo singular tiene el poder personal para renunciar al monopolio estatal de la protección. Los reyes tenían ese poder, los presidentes no. El presidente tan solo puede renunciar a su puesto, en cuyo caso lo asumiría otra persona. Pero no puede disolver el monopolio de protección estatal, porque se estima que es el pueblo quien es titular último del gobierno y no la persona del presidente. Entonces, bajo un régimen democrático, la abolición del monopolio estatal de la justicia y la protección requiere, bien que la mayoría del pueblo y de sus representantes electos decida y declare que queda abolido el monopolio de la protección ostentado por el gobierno, y, en concordancia la de todos los impuestos, o bien, lo que aún es más restrictivo, que literalmente nadie vote y el recuento de votos sea igual a cero. Solo en ese supuesto podría decirse que quedaba efectivamente abolido el monopolio estatal de la protección. Pero esto significaría esencialmente que sería imposible que pudiéramos nunca deshacernos de una perversión moral y económica. Porque en nuestros días, es un presupuesto dado, que todo el mundo, incluso la plebe, participa en política, y es inconcebible que la plebe, en su mayoría y menos aún en su totalidad, renuncie o se abstenga de ejercer su derecho al voto, lo que equivale a aprovechar la oportunidad de robar la propiedad de otros.

A mayor abundamiento, aún si uno asume que contra todo pronóstico esto pudiera conseguirse, los problemas no terminarían ahí. Porque otra verdad sociológica de la edad del igualitarismo moderno propio de la democracia de masas es la casi completa destrucción de las élites naturales. El rey podría haber abdicado de su monopolio y las necesidades de protección y seguridad del pueblo habrían sido en ese supuesto casi automáticamente satisfechas porque eran facultades atribuidas principalmente al propio rey pero también, en el ámbito regional y local, a nobles y a destacadas personalidades empresariales que formaban una élite claramente visible, establecida de forma natural, voluntariamente reconocida y una estructura jerárquica de varias capas y rangos de órdenes a los que la gente podía recurrir para satisfacer su deseo de ser protegido.

La desaparición de las élites naturales

Hoy, tras menos de un siglo de democracia de masas, no existen ya esas élites naturales y esas jerarquías sociales a las que uno podía inmediatamente recurrir cuando necesitaba protección. Las élites naturales y los órdenes y organizaciones que conforman la jerarquía social, es decir, las personas e instituciones provistas de una autoridad y respecto independientes del Estado, son aún más intolerables e inaceptables para un demócrata y más incompatibles con el espíritu democrático del igualitarismo y una amenaza mayor de lo que lo fueron para cualquier rey o príncipe. Por eso, bajo las reglas del juego democrático, todas las autoridades independientes, todas las instituciones independientes han sido sistemáticamente anuladas o reducidas a la insignificancia mediante medidas económicas. Hoy, ninguna persona o institución, fuera del gobierno mismo, posee una auténtica autoridad nacional, ni siquiera regional. En vez de personas investidas de una autoridad natural, hoy solo hay un gran número de personas prominentes: deportistas y estrellas de cine, estrellas del pop y por supuesto políticos. Pero esa gente, aun cuando pueda establecer tendencias y formalizar modas, no posee nada semejante a una autoridad natural de tipo personal en el entorno social.

Esto es especialmente cierto respecto de los políticos: pueden ser grandes estrellas, ahora salen en la televisión y protagonizan el debate público, pero esto es por completo debido al hecho de que son parte del aparato del actual Estado con sus poderes monopolísticos. Una vez se disuelto ese monopolio, esas «estrellas» de la política se convierten en unos don nadie, porque en la vida real son en su mayoría nulidades, trepas y medio estúpidos. Y solo la democracia les permite ascender a esos elevados puestos. Abandonados a su suerte, atendiendo solo a sus méritos personales, son, casi sin excepción, completos desconocidos. Dicho con rotundidad, una vez el gobierno democrático, o sea el Congreso, hubiese declarado que cualquiera podría elegir en adelante a su propio juez y protector, de forma que aún pudiera optar por la protección del gobierno, pero sin que estuviese ya obligado hacerlo, ¿Quién en sus cabales los elegiría jamás a ellos? Es decir, a los actuales miembros del Congreso y del gobierno federal: ¡¿Quién los elegiría voluntariamente para ser su juez y protector?! Plantear esta pregunta es contestarla. Los reyes y príncipes poseían verdadera autoridad; la coacción tuvo su importancia, eso no se discute, pero recibieron un considerable apoyo voluntario.

En contraste, los políticos democráticos son, por lo general, despreciados, incluso por la misma plebe que los eligió. Pero tampoco existe nadie a quien uno pueda recurrir para obtener protección. Los políticos locales y regionales plantean básicamente el mismo tipo de problema, y con la abolición de sus poderes monopolísticos, tampoco ofrecerían ninguna solución atractiva al problema. Y tampoco existe ninguna gran personalidad empresarial que pueda acudir al rescate ya que las compañías de seguros en particular, se han convertido casi por completo en criaturas del Estado democrático igualitario y por eso parecen ser tan poco dignas de confianza como cualquier otro sujeto a la hora de asumir tareas tan particularmente importantes como son la de brindar protección y la de impartir justicia.

Así pues, si uno hiciese hoy lo que el rey podría haber hecho hace cien años, existiría el riesgo inmediato de que hubiese, de hecho, una situación social de caos o de «anarquía», entendida ésta en su acepción peyorativa. La gente sería, al menos temporalmente, muy vulnerable y estaría indefensa. Por ello la cuestión que en ese caso se suscita es: ¿No hay entonces salida? Déjenme adelantar someramente la respuesta. Sí la hay, pero en vez de la solución consistente en una reforma vertical, de la cúspide a la base, la estrategia que se debe seguir ahora ha de ser la de una revolución de la base hasta la cúspide. Y en vez de una única batalla, en un único frente, una revolución liberal-libertaria tendrá que librarse en numerosas batallas y en muchos frentes. Es decir, queremos una guerra de guerrillas más que una guerra convencional.

El papel de los intelectuales

Antes de extenderme en la explicación a esa cuestión, y como un paso más en la dirección de lograr ese objetivo, hay que examinar un segundo fenómeno sociológico: el cambio en el rol de los intelectuales, de la educación y de la ideología. En cuanto la agencia o entidad protectora se convierte en un monopolio territorial (es decir, el Estado) deja de ser un auténtico protector y pasa a convertirse en un extorsionador. Y para vencer la resistencia de las víctimas de sus extorsiones, un Estado necesita legitimidad, justificación intelectual para lo que hace. Cuanto menos protector y más extorsionador es un Estado (con cada nuevo aumento de los impuestos y de las regulaciones), más acuciante es esa necesidad de legitimación

Para asegurar una correcta ideología proestatista, un monopolista de la protección empleará su privilegiada posición como extorsionador para establecer rápidamente un monopolio de la educación. Incluso durante el siglo XIX, bajo condiciones decididamente monárquicas y claramente no democráticas, la educación, al menos en la escuela elemental y en la educación universitaria, estuvo ampliamente organizada sobre bases monopolísticas y financiada por medios compulsorios. Y fueron precisamente los maestros y profesores salidos de los rangos de gobiernos monárquicos, es decir, gentes que habían sido contratadas como garantes intelectuales de reyes y príncipes, quienes socavaron ideológicamente a las monarquías y los privilegios de reyes y nobles y quienes promovieron el ideal igualitario bajo la forma de democracia y socialismo.

Desde el punto de vista de los intelectuales era muy lógico que así fuera. La democracia y el socialismo de hecho multiplican el número de educadores e intelectuales, y esa expansión del sistema de gobierno a la educación pública a su vez ha llevado a un creciente caudal de podredumbre y polución intelectual. El precio de la educación, al igual que el precio de la protección y de la justicia, ha subido enormemente bajo un sistema de administración en régimen de monopolio, mientras que la calidad de la educación, al igual que la calidad de la justicia, ha caído continuamente. Hoy, estamos tan desprotegidos como maleducados. Con la prolongada existencia de un sistema democrático y de una educación e investigación financiados con fondos públicos, sin embargo, la mayor parte de quienes son hoy  profesores e intelectuales estaría desempleada o sus ingresos se verían reducidos a una pequeña fracción respecto de su nivel actual. En vez de investigar acerca de la sintaxis del inglés dialectal hablado por los afroamericanos, la vida amorosa de los mosquitos o la relación entre la pobreza y la delincuencia a razón de cien mil dólares anuales por estudio, los trabajos de investigación tendrían por objeto el cultivo de la patata o la tecnología a utilizar en la operatoria a seguir para la inyección de gases con un coste de veinte mil dólares al año.

El sistema de monopolio de la educación es hasta ahora tan problemático como la monopolización del sistema de protección y de justicia. De hecho, la educación pública y la investigación y desarrollo son los instrumentos principales mediante los cuales el Estado vence la resistencia del público. En la actualidad, desde el punto de vista del gobierno y a los efectos de preservar el statu quo, los intelectuales son tanto o más importantes que los jueces, los policías y los soldados,

Y del mismo modo que no se puede convertir el sistema político democrático de arriba-abajo, tampoco se puede esperar que esa conversión se lleve a cabo desde dentro del sistema público de educación y de las universidades públicas. Este sistema no puede ser reformado. Sería imposible que libertarios liberales se infiltraran y tomaran el control del sistema de educación pública como hicieron los demócratas y los socialistas cuando reemplazaron a los monárquicos.

Desde el punto de vista del liberalismo clásico, todo el sistema de educación pública, el financiado con impuestos, se debe eliminar, de las raíces hasta las ramas. Y con esa convicción, es obviamente imposible que cualquiera pueda hacer carrera en esas condiciones, ya que nunca podrá llegar a ser el rector de la universidad. Mis puntos de vista me impiden seguir una carrera como esa. Ahora bien, eso no quiere decir que la educación y los intelectuales no tengamos que participar en llevar adelante la revolución libertaria. Por el contrario, como expliqué antes, en última instancia todo depende de que tangamos o no éxito en la tarea de deslegitimar la democracia y el monopolio democrático de la justicia y de la protección y a la hora de denunciar su perversidad económica y moral.

Esto no es obviamente más que una batalla ideológica. Pero sería un error asumir que el establecimiento académico oficial será de alguna ayuda en esa misión. Al depender de la nómina del gobierno, los educadores y los intelectuales tenderán a ser estatistas. La munición intelectual y la dirección y coordinación ideológicas solo pueden proceder del exterior al mundo académico, de los centros de resistencia intelectual (de una contracultura intelectual, externa e independiente de, y en fundamental oposición al monopolio gubernamental de la protección y de la educación, como es el Instituto Mises).

Una revolución de abajo-arriba

Por último explicaré en detalle el significado de esta estrategia revolucionaria de abajo hacia arriba. A tal fin déjenme que me remita a mis anteriores observaciones respecto de la utilización defensiva de la democracia, es decir, del empleo de los medios democráticos para conseguir objetivos no democráticos de inspiración libertaria en defensa de la propiedad privada. Hay dos ideas preliminares que ya he expuesto a este respecto aquí.

Primero, dada la imposibilidad de seguir una estrategia de arriba a abajo, se deduce que uno debe gastar poca o ninguna energía, tiempo y dinero en la lucha para alcanzar puestos en el gobierno central, como por ejemplo en las elecciones presidenciales. Y aún debe dedicar menos esfuerzos a otras carreras distintas como, en particular, en la senatorial o en las elecciones al Congreso, por ejemplo.

Segundo, considerando el papel ejercido por los intelectuales en el mantenimiento del sistema vigente, de esta estafa de la protección, se deduce igualmente que uno debe dedicar poca o ninguna energía, tiempo o dinero a intentar reformar la educación y el mundo académico desde dentro. Que particulares o empresas doten o financien cátedras del sistema universitario vigente, por ejemplo, no hace sino contribuir a conferir legitimidad al propio sistema contra el que quiere oponerse. Hay que proceder sistemáticamente a privar de fondos y ahogar financieramente a la educación oficial y a las instituciones dedicadas a la investigación. Y para lograrlo, debe darse todo el apoyo intelectual, como tarea esencial de esa misión a la que hemos de enfrentarnos, a las instituciones y centros que tienen precisamente ese objetivo.

Las razones de esas dos recomendaciones son evidentes. Ni la población en su conjunto, ni todos los educadores e intelectuales en particular, forman un todo completamente homogéneo. Y aunque es imposible conseguir una mayoría para crear una plataforma decididamente antidemocrática a escala nacional, no parece que haya dificultades insuperables para formar semejante mayoría en distritos electorales suficientemente pequeños y para funciones locales o regionales dentro del conjunto de la estructura del gobierno democrático. De hecho, no parece que pueda decirse que no es realista estimar que tales mayorías existen en muchísimos sitios. Es decir, en lugares dispersos por todo el país pero que no están uniformemente distribuidas. Del mismo modo, aun cuando la clase intelectual debe ser vista predominantemente como enemiga natural de la justicia y la protección, hay en distintas ubicaciones aisladas intelectuales que son antiintelectuales, y como demuestra el Instituto Mises, es muy posible reunir a esas figuras aisladas alrededor de un centro intelectual y darles unidad y fuerza y una audiencia nacional e incluso internacional.

¿Pero entonces qué? Todo lo demás se deduce casi automáticamente del objetivo último, que debe tenerse permanentemente en mente, en todas las actividades que uno lleve a cabo: la restauración de abajo-arriba de la propiedad privada y del derecho a la protección de la propiedad; el derecho a la autodefensa, a excluir o incluir, y a la libertad de pactos o libertad contractual. Y la respuesta se puede desglosar en dos partes.

Primero: ¿Qué hacer en esos muy estrechos distritos, para que un candidato defensor de la propiedad privada y una personalidad opuesta a la regla de la mayoría pueda salir ganando? Y segundo: ¿Cómo tratar con los niveles superiores del gobierno, y, en especial, con el gobierno federal central? En primer término, como un paso inicial, y me estoy refiriendo ahora a lo que debe hacerse a nivel local, la viga central de esa plataforma debe ser: que se debe intentar restringir el derecho de voto en lo tocante a los impuestos locales, en particular, a los impuestos sobre la propiedad, y en lo atinente a las regulaciones, a los propietarios y a quienes sean titulares de bienes raíces. Solo se debe permitir votar a los propietarios, y su voto no debe ser idéntico sino acorde al valor de la propiedad que tengan y al monto de los impuestos que paguen. Esto es algo similar a lo que Lew Rockwell ya ha explicado que ha sucedido en algunos sitios en California.

Además, todos los empleados públicos (profesores, jueces, policías) y todos los perceptores de subsidios y ayudas públicas, deben excluirse del voto sobre asuntos relativos a los impuestos y regulaciones locales. A esa gente se le paga con impuestos y no deben tener nada que decir respecto de cual ha de ser el monto de los mismos. Con esa plataforma no se puede por supuesto ganar en todas partes; no se puede ganar por ejemplo en Washington D.C. con una plataforma así, pero me atrevo a decir que en muchas localidades se puede lograr fácilmente. Las poblaciones deben ser lo bastante pequeñas y deben tener un buen número de personas decentes.

Consecuentemente, los impuestos locales, los tipos impositivos así como los ingresos impositivos locales se reducirán inevitablemente. El valor de las propiedades y la mayor parte de las rentas locales aumentarían mientras que el número de empleados públicos y el gasto de personal descenderían. A continuación, y éste es el paso más decisivo, debe hacerse lo siguiente, y tengan siempre presente que me refiero a distritos territoriales muy pequeños, a pueblos.

En la crisis financiera del gobierno que de ello resulte, una vez se haya privado a la plebe del derecho de voto, como medida para poder salir de dicha crisis, todos los activos de los gobiernos locales se deberían privatizar. Se habría de hacer un inventario de todos los edificios públicos, y al nivel local no serían muchos (escuelas, estaciones o cuarteles de bomberos, comisarías de policía, edificios de juzgados, carreteras, etcétera), y se debería distribuir acciones o participaciones de esas propiedades a los particulares en proporción al importe total de impuestos (impuestos sobre la propiedad) que hubiesen pagado a lo largo de sus vidas. Después de todo, serían suyos (ellos pagaron todas esas cosas).

Esas acciones deberían ser libremente transmisibles, se venderían y comprarían, y con ello el gobierno local sería en lo esencial abolido. De no ser por la subsistencia de niveles superiores de gobierno, ese pueblo o ciudad sería ahora un territorio libre o liberado ¿Qué sucedería en ese caso a la educación? Y lo que es más importante: ¿Qué ocurriría con la protección del derecho de propiedad y con la justicia?

A una escala local y pequeña podemos estar tanto o aún más seguros (de lo que lo habríamos estado hace cien años respecto de lo que habría sucedido de haber abdicado el rey), de que lo que sucedería sería, más o menos, lo siguiente: que seguirían existiendo todos los recursos materiales que se destinaban previamente a esas funciones (escuelas, comisarías de policía, juzgados) al igual que los medios personales. La única diferencia es que ahora serían de titularidad privada o estarían temporalmente inutilizados en el caso de ser empleados públicos. Se puede asumir con realismo que seguiría habiendo una demanda local de servicios educativos, de protección y justicia y que las escuelas, las comisarías de policía y los juzgados aún se emplearían para los mismos fines. Y muchos profesores, policías y jueces, serían contratados de nuevo o retomarían sus anteriores puestos por su cuenta como empleados por cuenta propia con la sola salvedad de que las personas que operarían o gestionarían esos servicios localmente, por haber asumido su titularidad, serían todas ellas personalidades conocidas integrantes de las élites sociales. Ya fuera bajo la forma de empresas lucrativas o, lo que parece que sería más probable, bajo una mezcla de organización caritativa y a la vez económica, con frecuencia, las personalidades locales costearían bienes públicos de su propio bolsillo privado y tendrían obviamente el mayor interés en preservar la justicia y la paz en su localidad.

Esto puede verse que funciona en la práctica en el caso de las escuelas y los policías, pero ¿Qué hay de los jueces y de la justicia? Recuerden que la raíz de todos los males es la existencia de un monopolio en la impartición de la justicia, es decir, que hay una sola persona que decide lo que es justo. Según esto, los jueces deben ser financiados libremente y debe asegurarse que el acceso a la profesión o al ejercicio de la función jurisdiccional sea libre. Los jueces no son elegidos mediante votaciones, sino que son elegidos por quienes quieren que haya una justicia que sea efectiva. Tampoco olviden ustedes que al pequeño nivel local que estamos considerando, estamos en realidad tratando solamente de uno o de muy poco jueces. Tanto si ese juez o esos jueces fuesen entonces empleados por una asociación privada de juzgados o por una sociedad mercantil o ya fueran profesionales por cuenta propia que alquilasen los locales u oficinas, debe quedar claro que solo un puñado de gente de la localidad, y de entre ellos solo personalidades locales ampliamente conocidas y respetadas (es decir, miembros de la élite local) tendrían alguna posibilidad de ser elegidos como jueces encargados de asegurar la paz en la localidad.

Tan solo por su condición de miembros de la élite es por lo que sus decisiones poseerían alguna autoridad y serían respetadas y cumplidas. Y si dictasen resoluciones que se considerasen ridículas, serían inmediatamente desplazadas por otras autoridades locales que fuesen más dignas de ser respetadas. Si uno se ajustara a esas líneas de actuación a nivel local, por supuesto no se podría evitar que entrase en directo conflicto con los poderes del escalón superior y especialmente del gobierno federal ¿Cómo se podría resolver este problema? ¿No se limitarían los federales a aplastar cualquier intentona en este sentido?

Seguramente les gustaría, pero que pudieran o no hacerlo sería realmente una cuestión completamente distinta y para verlo basta con reconocer que los miembros del aparato del gobierno siempre representan, incluso en condiciones democráticas, meramente una tenue proporción del total de la población. Y es aún más pequeña la proporción de empleados del gobierno central.

Esto implica que un gobierno central posiblemente carecería de medios para hacer cumplir su voluntad legislativa e imponer sus pervertidas leyes sobre la totalidad de la población, a no ser que encontrase un amplio apoyo y cooperación local para hacerlo. Esto se convierte en algo especialmente obvio si pudiera llegar a haber un gran número de ciudades o pueblos libres como los descritos más arriba. Sería prácticamente imposible, no sería humanamente factible ni tampoco desde el punto de vista de las relaciones públicas, que el régimen federal fuera capaz de someter directamente a miles de localidades extensamente dispersas.

Para hacer cumplir las normas a nivel local es indispensable la colaboración de diligentes autoridades locales. Sin ella la voluntad de un gobierno central no es más que humo. Y esa ayuda y cooperación local es precisamente lo que se ha de suprimir. Mientras el número de localidades liberadas sea aún pequeño, puede parecer que hay cierto peligro. Sin embargo, incluso durante esa fase inicial de la lucha por la liberación, se puede tener bastante confianza en que tendremos éxito.

Durante esa fase, parece que sería prudente evitar una confrontación directa con el gobierno central y no denunciar abiertamente su autoridad o incluso abjurar de su imperio. Más bien, parece aconsejable involucrarse en una masiva política de resistencia pasiva y no cooperación. Uno simplemente dejaría de mostrarse dispuesto a colaborar a la hora de observar todas y cada una de las leyes federales. Uno adoptaría la siguiente actitud: «Esas son sus reglas y Ustedes nos exigen que las cumplamos. Yo no puedo impedirlo pero tampoco les voy a ayudar ya que sólo me debo a mis electores locales».

Sin cooperación, aplicada de forma consistente, sin ninguna asistencia a ningún nivel, el poder del gobierno central se vería severamente disminuido o hasta se esfumaría. Y en vista de la opinión pública general, parecería altamente improbable que el gobierno federal se atreviese a ocupar un territorio cuyos habitantes no hicieron otra cosa que intentar ocuparse de sus propios asuntos. Waco, un grupúsculo de frikis, es una cosa. Pero someter o eliminar a un destacado e importante número de ciudadanos normales, exitosos y prominentes es otra muy distinta y bastante más difícil de hacer.

Una vez el número de territorios que se hubieran separado alcanzara una masa crítica, y como cada éxito en cada pequeña población promocionaría y serviría de punto de partida para el siguiente, inevitablemente ese movimiento ‘municipalizador’ se radicalizaría cada vez más y se extendería a toda la nación y conduciría a políticas locales explícitamente secesionistas y a una abierta y desafiante desobediencia a la autoridad federal.

Y es en esta situación cuando el gobierno central se vería forzado a abdicar de su monopolio de la protección y cuando la relación entre las autoridades locales, que reemergerían, y las autoridades centrales, que estarían a punto de perder su poder, podría establecerse sobre bases puramente contractuales y sería entonces cuando uno podría recuperar de nuevo el poder para defender su propiedad.


Traducido originalmente del inglés por Juan José Gamón Robres. Revisado y corregido por Oscar Eduardo Grau Rotela. El material original se encuentra aquí.