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El futuro del liberalismo | The Future of Liberalism

Rodrigo Betancur has translated into Spanish Hoppe’s The Future of Liberalism: A Plea For A New Radicalism. Presented at the Mont Pelerin Society meeting in Barcelona in 1997. An expanded version was also published in Polis, Vol. 3,1, 1998.

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El futuro del liberalismo: Exhortación a un nuevo radicalismo

Enunciado en la reunión de la Sociedad Mont Pelerin en Barcelona en 1997.

El liberalismo clásico ha estado en decadencia por más de un siglo. Hace un tiempo que desde la segunda mitad del siglo XIX, los asuntos públicos han tomado forma cada vez más en base a ideas socialistas: comunismo, fascismo, nacionalsocialismo, y más duraderamente, la socialdemocracia (liberalismo y neoconservadurismo americanos).

En efecto, tan completa ha sido la victoria socialista que hoy algunos neoconservadores han enunciado el «Fin de la Historia» y la llegada del «Último Hombre», es decir, del último milenio de socialdemocracia global, supervisada por Estados Unidos.

Ante esta situación, los liberales pueden reaccionar de dos maneras. Pueden sostener que el liberalismo es una doctrina sólida y que el público la rechaza a pesar de su verdad. O —y esto es lo que yo haré— uno puede considerar el rechazo como indicativo de un error en la propia doctrina.

El error central del liberalismo radica en su teoría del gobierno.

El liberalismo —tal como lo personifica Locke y lo expuesto por Jefferson en la Declaración de Independencia— se centraba alrededor de las nociones de autopropiedad, apropiación original de recursos dados por la naturaleza, propiedad y contrato, como derechos humanos universales. Frente a príncipes y reyes, este énfasis en la universalidad de los derechos colocó a los liberales en oposición radical a todo gobierno establecido. Para un liberal, todo hombre, ya sea rey o campesino, estaba sujeto a los mismos principios universales de justicia, y el gobierno podía derivar su justificación de un contrato entre dueños de propiedad privada, o no podía ser justificado en lo absoluto. ¿Pero podía ser justificado?

La respuesta liberal empezó con la proposición verdadera de que, asesinos, ladrones, matones, timadores, embaucadores, etc., siempre existirían, y que la vida en sociedad sería imposible si no se les amenazara con castigo físico. Para mantener el orden liberal, era necesario obligar, mediante amenazas o aplicación de violencia, a cualquiera que no respetara la vida y la propiedad de otros. De esta premisa, los liberales concluyeron que esta tarea de mantenimiento de la ley y el orden es la única función del gobierno.

Que la conclusión haya sido correcta o no, depende de la definición de gobierno. Es correcta, si gobierno simplemente significa cualquier individuo o empresa que proporciona servicios de protección a una clientela que paga voluntariamente. Pero esta no es la definición adoptada por los liberales. Para un liberal, el gobierno no es una empresa especializada. El gobierno tiene dos características únicas. Tiene un monopolio territorial forzoso de jurisdicción (toma última de decisiones), y el derecho a cobrar impuestos. Pero si se asume esta definición de gobierno, la conclusión liberal es claramente falsa.

De hecho, es inconcebible cómo dueños de propiedad privada pudieron haber entrado en un contrato que diera derechos a otro agente para obligar a cualquiera en un territorio dado a que acudieran a ese agente exclusivamente para conseguir protección y justicia. Tal contrato monopólico implicaría que todo dueño de propiedad privada había renunciado a su derecho a la última palabra en cuanto a su persona y propiedad otorgándolo a otra persona. En efecto, se había sometido a sí mismo a la esclavitud. Pero nadie justamente puede, ni probablemente querrá, consentir en volver indefenso a su persona y propiedad ante las acciones de alguien más. Similarmente inconcebible es que alguien dotara a su protector monopólico con el derecho a cobrar impuestos. Nadie puede o entrará en un contrato que permitiera a su protector determinar unilateralmente, sin consentimiento del protegido, la suma que el protegido debe pagar por protección.

Los liberales han tratado de resolver esta contradicción interna con la improvisación de acuerdos «implícitos» o «conceptuales», contratos, o constituciones. Sin embargo, todos estos intentos sólo han sumado a la misma inevitable conclusión: que es imposible derivar una justificación del gobierno a partir de contratos explícitos.

La errónea aceptación del gobierno como coherente con los principios de autopropiedad, propiedad privada y contrato, ha conducido al liberalismo a su propia destrucción.

Primero, se sigue del error inicial, que la solución liberal al problema de la seguridad —un gobierno limitado constitucionalmente— es un ideal contradictorio.

Una vez que el principio de gobierno es admitido, cualquier noción de restringir el poder del gobierno es ilusoria. Incluso si, como los liberales han propuesto, un gobierno limitara sus actividades a la protección de los derechos de propiedad privada existentes, surge la interrogante de cuánta seguridad debe producirse. Motivado por el interés propio y la desutilidad del trabajo, pero con el poder de cobrar impuestos, la respuesta de un agente del gobierno será invariablemente la misma: maximizar gastos y minimizar producción. A más dinero uno pueda gastar y menos tenga que trabajar, mejor se estará.

Además, un monopolio judicial disminuirá la calidad de la protección. Si ante nadie más excepto el gobierno se puede reclamar justicia, la justicia será pervertida a favor del gobierno, a pesar de las constituciones. Las constituciones y las Cortes Supremas son constituciones y agencias gubernamentales, y cualquier limitación que pudieran contener o encontrar es decidida por agentes de la misma institución en consideración. Predeciblemente, las definiciones de propiedad y protección serán alteradas y el alcance de la jurisdicción ampliada para ventaja del gobierno.

En segundo lugar, se sigue del error en cuanto al estatus moral del gobierno que la vieja preferencia liberal por el gobierno local —descentralizado y pequeño— es inconsistente.

Una vez admitido que, a fin de imponer la cooperación pacífica entre dos individuos A y B, está justificado tener un monopolista judicial X, se sigue una doble conclusión. Si más de un monopolista existe, X, Y y Z, entonces, así como no puede haber paz alguna entre A y B sin X, tampoco puede haber allí paz alguna entre los monopolistas X, Y, y Z mientras estos permanezcan en un «estado de anarquía». Por lo tanto, para lograr el desideratum liberal de la paz universal, es necesario toda centralización política y en última instancia un único gobierno mundial.

Finalmente, se sigue del error de aceptar al gobierno que la antigua idea de la universalidad de los derechos humanos es confusa y que bajo el título de «igualdad ante la ley» se la haya transformado en un vehículo del igualitarismo.

Una vez que un gobierno ha sido asumido como justo, y los príncipes hereditarios excluidos como irreconciliables con la idea de los derechos humanos universales, surge la pregunta de cómo hacer compatible el gobierno con la idea de la universalidad de los derechos humanos. La respuesta liberal es abrir la entrada al gobierno a todos, en términos iguales, vía democracia. A todos —no solo a la clase hereditaria de nobles— se les permite ejercer todas las funciones del gobierno. Pero esta igualdad democrática es muy diferente a una ley universal, aplicable a todos por igual, en todo lugar y todo momento. De hecho, el viejo cisma desagradable de una ley más alta para los reyes versus una ley subordinada para los sujetos ordinarios, se conserva en democracia con la separación de la ley pública versus la privada y la supremacía de la primera sobre la segunda. En una democracia no existe ningún privilegio personal, ni personas privilegiadas. Sin embargo, sí existen privilegios funcionales y funciones privilegiadas. Siempre y cuando actúen en calidad oficial, los funcionarios oficiales son gobernados y protegidos por la ley pública y ocupan así una posición privilegiada frente a personas que actúan meramente bajo la autoridad de la ley privada. Los privilegios y la discriminación legal no desaparecerán. Al contrario. En vez de ser restringidos a príncipes y nobles, los privilegios, el proteccionismo y la discriminación legal estarán a disposición de todos.

Predeciblemente, en condiciones democráticas la tendencia de todo monopolio —de aumentar precios y disminuir calidad— será solamente más pronunciada. En lugar de un príncipe que considera el país como su propiedad privada, un custodio temporal es puesto a cargo del país. Él no es dueño del país, pero mientras esté en el poder se le permite el uso del mismo, para ventaja suya y de sus protegidos. Es dueño de su uso corriente —el usufructo— pero no de su capital social. Esto no eliminará la explotación. Al contrario, hará a la explotación menos calculadora y será llevada a cabo con poca o ninguna consideración por el capital social, es decir, sin visión a futuro. Es más, la perversión de la justicia ahora procederá aún más rápidamente. En vez de proteger derechos de propiedad privada pre­existentes, el gobierno democrático se convierte en una máquina de redistribución de derechos de propiedad existentes en nombre de una ilusoria «seguridad social».

A la luz de esto, se puede buscar una respuesta a la pregunta sobre el futuro del liberalismo.

Teniendo en cuenta su error sobre el estatus moral del gobierno, el liberalismo en realidad contribuyó a la destrucción de todo aquello que se había propuesto preservar y proteger: la libertad y la propiedad. El liberalismo, entonces, en su forma presente no tiene ningún futuro. O mejor dicho, su futuro es la socialdemocracia.

Si el liberalismo ha de tener algún futuro, debe reparar su error. Los liberales deben reconocer que ningún gobierno puede ser justificado contractualmente y que todo gobierno es destructivo de lo que quieren preservar. Es decir, el liberalismo tendrá que ser transformado al anarquismo de propiedad privada (o a una sociedad de ley privada), tal como fue esbozado hace casi 150 años por Gustave de Molinari y en nuestros días elaborado por Murray Rothbard.

Esto tendría un doble efecto. Primero, conduciría a una purificación del movimiento liberal. Los socialdemócratas con ropaje liberal y muchos funcionarios gubernamentales se disociarían de este nuevo movimiento. Por el otro lado, la transformación conduciría a la radicalización de este movimiento. Para aquellos viejos liberales que todavía se aferran a la clásica noción de derechos humanos universales y consideran a la autopropiedad y a la propiedad privada antes que el gobierno, la transición es sólo un pequeño paso. El anarquismo de propiedad privada es simplemente liberalismo consistente; o liberalismo restaurado a su intención original. Pero aún este pequeño paso tendría implicaciones cruciales.

Al dar ese paso, los liberales denunciarían al gobierno democrático como ilegítimo y reclamarían su derecho a la autodefensa. Políticamente, volverían a los principios del liberalismo como un credo revolucionario. Al negar la validez de los privilegios hereditarios, los liberales clásicos se colocaban en oposición fundamental a todos los gobiernos establecidos. El mayor triunfo del liberalismo —la Revolución americana— fue el resultado de una guerra de secesión. Y en la Declaración de Independencia, Jefferson había afirmado «siempre que cualquier forma de gobierno se convierta en destructivo de la vida, la libertad, y la búsqueda de la felicidad, es el derecho de la gente de alterarlo o abolirlo». Los anarquistas de propiedad privada sólo reafirmarían el derecho liberal clásico «de derrocar dicho gobierno, y proporcionar nuevos guardias para su seguridad futura».

Por supuesto, por sí mismo el renovado radicalismo del movimiento liberal sería de poca consecuencia. En cambio, es la visión inspiradora de una alternativa al presente orden, que fluye de este nuevo radicalismo, lo que, en todo caso, romperá la máquina socialdemocrática. En vez de integración política supranacional, gobierno mundial, constituciones, cortes, bancos, y dinero, los liberales anarquistas proponen la descomposición del Estado-nación. Como sus antepasados clásicos, los nuevos liberales no buscan apoderarse del gobierno. Lo ignoran y quieren que los deje en paz, y quieren separarse de su jurisdicción para organizar su propia protección. A diferencia de sus precursores quienes meramente procuraron sustituir un gobierno más grande por uno más pequeño, los nuevos liberales siguen la lógica de la secesión hasta su fin. Proponen una secesión ilimitada, es decir, la proliferación irrestricta de territorios libres independientes, hasta que el rango de la jurisdicción del Estado finalmente se marchite. Con este fin —y en total contraste con los proyectos estatistas de ‘Integración Europea’ y de un ‘Nuevo Orden Mundial’—, los nuevos liberales promueven la visión de un mundo con decenas de miles de países, regiones, y cantones libres, de cientos de miles de ciudades libres —como las rarezas actuales de Mónaco, Andorra, San Marino, Liechtenstein, (anteriormente) Hong Kong, y Singapur— y distritos y barrios aún más libres, económicamente integrados por el libre comercio (¡mientras más pequeño sea el territorio, mayor es la presión económica de optar por el libre comercio!) y un patrón monetario oro-mercancía internacional.

Si, y cuando, esta visión gane prominencia en la opinión pública, el final del «Fin de la Historia» socialdemocrático habrá llegado y un renacimiento liberal habrá comenzado.


Traducido originalmente del inglés por Rodrigo Betancur. Revisado y corregido por Oscar Eduardo Grau Rotela. El material original se encuentra aquí. La traducción anterior está aquí.