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Abajo la democracia | Down With Democracy

Virna Vega has translated into Spanish Hoppe’s Down With Democracy (2000). The article was originally published on LewRockwell.com.

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Abajo la democracia

Imagine un gobierno mundial, democráticamente electo acorde al principio de un-hombre-un-voto a escala mundial. ¿Cuál podría ser el resultado probable de una elección? Lo más probable es que obtengamos una coalición de gobierno indio-chino. ¿Y qué podría ser lo más probable que este gobierno decida hacer para satisfacer a sus adeptos y ser reelegido? El gobierno probablemente encontraría que el llamado mundo occidental tiene demasiada riqueza y que el resto del mundo, en particular China e India, tiene muy poca y, por lo tanto, sería necesaria una redistribución sistemática de la riqueza y el ingreso. O imagina, para tu propio país, que el derecho a voto se ampliara hasta los siete años. Si bien el gobierno probablemente no estaría compuesto por niños, sus políticas definitivamente reflejarían las ‘preocupaciones legítimas’ de los niños de tener un acceso ‘adecuado’ e ‘igualitario’ a hamburguesas ‘gratuitas’, limonada y videos.

A la luz de estos ‘experimentos mentales’, ¿hay alguna duda sobre las consecuencias que resultaron del proceso de democratización que se inició en Europa y Estados Unidos en la segunda mitad del siglo XIX y que se han materializado desde el final de la Primera Guerra Mundial? La sucesiva expansión del sufragio y finalmente el establecimiento del sufragio universal de adultos hizo dentro de cada país lo que una democracia global haría para todo el mundo: puso en movimiento una tendencia aparentemente permanente hacia la redistribución de la riqueza y el ingreso.

Lo de un-hombre-un-voto combinado con la ‘libre entrada’ al gobierno —la democracia— implica que cada persona y sus bienes individuales están al alcance de —y a disposición de— todos los demás. Se ha creado una ‘tragedia de los comunes’. Se puede esperar que la mayoría de los que ‘no tienen’ intenten sin descanso enriquecerse a expensas de las minorías que ‘tienen’. Esto no quiere decir que habrá solamente una clase de ‘no poseedores’ y una clase de ‘poseedores’, y que la redistribución será uniformemente de los ‘poseedores’ a los ‘no poseedores’. Por el contrario. Si bien la redistribución de ricos a pobres siempre juega un papel importante en todas partes, sería un error sociológico suponer que será la única, o incluso la forma predominante de redistribución. Después de todo, los ‘permanentemente’ ricos y los ‘permanentemente’ pobres suelen ser ricos o pobres por una razón. Los ricos son característicamente brillantes y trabajadores, y los pobres típicamente inactivos, perezosos o ambos. No es muy probable que los tontos, incluso si constituyen la mayoría, se burlen sistemáticamente y se enriquezcan a sí mismos a expensas de una minoría de individuos brillantes y enérgicos. Al contrario, la mayor parte de la redistribución tendrá lugar dentro del grupo de los ‘no pobres’ y, con frecuencia, serán los más acomodados quienes logren que los más desfavorecidos los subvencionen. Tan solo piense en la práctica casi universal de ofrecer una educación universitaria ‘gratuita’, mediante la cual la clase trabajadora, cuyos hijos rara vez asisten a la universidad, ¡debe pagar la educación de los niños de la clase media! Además, se puede esperar que haya muchos grupos y coaliciones en competencia que intenten ganar a expensas de otros. Habrá varios criterios cambiantes que definan qué es lo que hace que una persona ‘tenga’ (merezca ser saqueada) y otra ‘no tenga’ (merezca recibir el botín). Al mismo tiempo, los individuos serán miembros de una multitud de grupos que ‘tienen’ y/o ‘no tienen’, perdiendo por una de sus características y ganando por otra, con algunos individuos resultando perdedores netos y otros ganadores netos de la redistribución.

El reconocimiento de la democracia como una maquinaria popular de redistribución del ingreso y la riqueza, entonces, junto con uno de los principios más fundamentales de toda la economía —que uno terminará obteniendo más de lo que sea que esté siendo subsidiado— proporciona la clave para entender la era actual.

Toda redistribución, independientemente del criterio en el que se base, implica ‘tomar’ de los propietarios y/o productores originales (los ‘poseedores’ de algo) y ‘dar’ a los no propietarios y no productores (los ‘no poseedores’ de algo). Se reduce el incentivo para ser propietario o productor original de la cosa en cuestión y aumenta el incentivo para ser no propietario ni productor. En consecuencia, como resultado de subsidiar a las personas por ser pobres, habrá más pobreza. Al subsidiar a las personas porque están desempleadas, se creará más desempleo. Apoyar a las madres solteras con fondos fiscales dará lugar a un aumento de la maternidad soltera, la ‘ilegitimidad’ y el divorcio. Al prohibir el trabajo infantil, los ingresos se transfieren de familias con niños a personas sin hijos (como resultado de la restricción legal sobre la oferta de mano de obra, los salarios aumentarán). En consecuencia, la tasa de natalidad caerá. Por otro lado, al subsidiar la educación de los niños, se crea el efecto contrario. Los ingresos se transfieren desde los que no tienen hijos, y de los que tienen pocos hijos, a los que tienen muchos hijos. Como resultado, aumentará la tasa de natalidad. Pero luego el valor de los niños volverá a caer y las tasas de natalidad disminuirán como resultado del llamado Sistema de Seguridad Social, ya que al subsidiar a los jubilados (los ancianos) con impuestos a los que perciben ingresos actuales (los jóvenes), la institución de una familia —el vínculo intergeneracional entre padres, abuelos e hijos— se debilita sistemáticamente. Los ancianos ya no necesitan depender de la ayuda de sus hijos si no han hecho provisión para su propia vejez, y los jóvenes (típicamente con menos riqueza acumulada) deben mantener a los ancianos (típicamente con más riqueza acumulada) en lugar de hacerlo al revés, como es típico en las familias. La voluntad de los padres por los hijos y la de los hijos por los padres disminuirá, las rupturas familiares y las familias disfuncionales aumentarán, y las acciones provisionales —ahorro y formación de capital— disminuirán, mientras aumenta el consumo.

Al subsidiar a los enfermizos, los neuróticos, los descuidados, los alcohólicos, los drogadictos, los portadores de VIH y a los ‘discapacitados’ física y mentalmente mediante la regulación del seguro y el seguro médico obligatorio, habrá más enfermedad, fingimiento, neuroticismo, descuido, alcoholismo, drogadicción, infección de VIH y ‘discapacidad’ física y mental. Al obligar a los no delincuentes, incluidas las víctimas de delitos, a pagar el encarcelamiento de los delincuentes (en lugar de hacer que los delincuentes compensen a sus víctimas y paguen el costo total de su propia detención y encarcelamiento), el delito aumentará. Al obligar a los empresarios, a través de programas de ‘acción afirmativa’ (‘antidiscriminación’), a emplear a más mujeres, homosexuales, negros u otras ‘minorías’ de las que les gustaría, habrá más minorías empleadas, menos empleadores y menos empleo masculino, heterosexual y blanco. Al obligar a los propietarios privados de tierras a subsidiar (‘proteger’) a las ‘especies en peligro’ que residen en sus tierras mediante la legislación medioambiental, habrá más animales en mejor situación y menos humanos y en peor situación.

Y lo que es más importante, al obligar a los propietarios privados y/o a los que obtienen ingresos del mercado (productores) a subsidiar a los ‘políticos’, los ‘partidos políticos’ y los ‘funcionarios públicos’ (los políticos y los empleados del gobierno no pagan impuestos, sino que se les paga con los impuestos), habrá menos formación de riqueza, menos productores y menos productividad, y cada vez más desperdicio, ‘parásitos’ y parasitismo.

Los empresarios (capitalistas) y sus empleados no pueden obtener ingresos a menos que produzcan bienes o servicios que se venden en los mercados. Las compras de los compradores son voluntarias. Al comprar un bien o servicio, los compradores (consumidores) demuestran que prefieren ese bien o servicio a la suma de dinero que deben entregar para adquirirlo. Por el contrario, los políticos, los partidos y los funcionarios públicos no producen nada que se venda en los mercados. Nadie compra ‘bienes’ o ‘servicios’ del gobierno. Se producen y se incurre en costos para producirlos, pero no se venden ni se compran. Por un lado, esto implica que es imposible determinar su valor y saber si este valor justifica o no sus costos. Debido a que nadie los compra, nadie realmente demuestra que considera que los bienes y servicios gubernamentales valen su costo y, en efecto, si alguien les atribuye algún valor o no. Desde el punto de vista de la teoría económica, es totalmente ilegítimo asumir, como siempre se hace en la contabilidad del ingreso nacional, que los bienes y servicios del gobierno valen lo que cuesta producirlos, y luego simplemente agregar este valor al de bienes y servicios ‘normales’ de producción privada (comprados y vendidos) para llegar al producto interno bruto (o nacional), por ejemplo. También se podría asumir que los bienes y servicios gubernamentales no valen nada, o incluso que no son «bienes» en absoluto, sino «males»; por lo tanto, el costo de los políticos y de todo el servicio civil debe restarse del valor total de los bienes y servicios de producción privada. De hecho, asumir esto estaría mucho más justificado. Porque, por otro lado, en cuanto a sus implicaciones prácticas, el subsidio de políticos y funcionarios equivale a un subsidio para ‘producir’ con poca o ninguna consideración por el bienestar de sus supuestos consumidores y con mucha o única consideración por el bienestar de los ‘productores’, es decir, de los políticos y funcionarios. Sus salarios siguen siendo los mismos, así su producción satisfaga a los consumidores o no. En consecuencia, como resultado de la expansión del empleo en el sector ‘público’, aumentará la pereza, el descuido, la incompetencia, la despreocupación, el maltrato, el despilfarro e incluso la destrucción; y al mismo tiempo habrá cada vez más arrogancia, demagogia y mentiras (‘trabajamos por el bien público’).

Después de menos de cien años de democracia y redistribución, los resultados predecibles están a la vista. El ‘fondo de reserva’ que se heredó del pasado está aparentemente agotado. Durante varias décadas (desde finales de los 60 o principios de los 70), los niveles de vida reales se han estancado o incluso han caído en Occidente. La deuda ‘pública’ y el costo del sistema de seguridad social y de salud existente han traído la perspectiva de un colapso económico inminente. Al mismo tiempo, casi todas las formas de comportamiento indeseable —desempleo, dependencia de la asistencia social, negligencia, imprudencia, falta de civismo, psicopatía, hedonismo y delincuencia— han aumentado, y los conflictos y la ruptura social se han elevado a niveles peligrosos. Si las tendencias actuales continúan, es seguro decir que el Estado de bienestar occidental (la socialdemocracia) colapsará al igual que el socialismo del este (de estilo ruso) colapsó a finales de los 80.

Sin embargo, el colapso económico no conduce automáticamente a una mejora. Las cosas pueden empeorar en lugar de mejorar. Lo que se necesita, además de una crisis, son las ideas —las ideas correctas— y los hombres capaces de comprenderlas e implementarlas una vez que surja la oportunidad. En última instancia, el curso de la historia está determinado por ideas, sean verdaderas o falsas, y por hombres que actúan y se inspiran en ideas verdaderas o falsas. El problema actual es también el resultado de las ideas. Es el resultado de la abrumadora aceptación, por parte de la opinión pública, de la idea de la democracia. Mientras prevalezca esta aceptación, una catástrofe será inevitable y no habrá esperanza de mejora incluso después de su llegada. Por otro lado, una vez que la idea de la democracia sea reconocida como falsa y viciosa —y las ideas pueden, en principio, ser cambiadas casi instantáneamente— se puede evitar una catástrofe.

La tarea central que tienen por delante aquellos que quieran cambiar el rumbo y evitar un colapso total es la ‘deslegitimación’ de la idea de la democracia como la causa fundamental del estado actual de progresiva ‘descivilización’. A tal efecto, conviene señalar en primer lugar que es difícil encontrar muchos defensores de la democracia en la historia de la teoría política. Casi todos los pensadores importantes no sentían más que desprecio por la democracia. Incluso los Padres Fundadores de los Estados Unidos, hoy considerado el modelo de democracia, se opusieron estrictamente a ella. Sin una sola excepción, pensaban de la democracia como nada más que el gobierno de la turba. Se consideraban miembros de una ‘aristocracia natural’ y, en lugar de una democracia, abogaban por una república aristocrática. Además, incluso entre los pocos defensores teóricos de la democracia como Rousseau, por ejemplo, es casi imposible encontrar a alguien que defienda la democracia para cualquier cosa que no sean comunidades extremadamente pequeñas (pueblos o ciudades). De hecho, en las comunidades pequeñas donde todo el mundo conoce personalmente a los demás, la mayoría de la gente no puede dejar de reconocer que la posición de los que ‘tienen’ se basa típicamente en su logro personal superior, así como la posición de los ‘que no tienen’ encuentra su explicación típica en su propia inferioridad y deficiencias personales. En estas circunstancias, es mucho más difícil salirse con la suya tratando de saquear a otras personas y sus bienes personales en beneficio de uno. En claro contraste, en grandes territorios que abarcan millones o incluso cientos de millones de personas, donde los saqueadores potenciales no conocen a sus víctimas y viceversa, el deseo humano de enriquecerse a costa de otros está sujeto a poca o ninguna restricción.

Más importante aún, debe quedar claro nuevamente que la idea de la democracia es inmoral y antieconómica. En cuanto al estado moral de la regla de la mayoría, debe señalarse que permite que A y B se unan para estafar a C, C y A, a su vez, se unan para estafar a B, y luego B y C conspiren contra A, etcétera. Esto no es justicia, sino un ultraje moral, y en lugar de tratar a la democracia y a los demócratas con respeto, deberían ser tratados con abierto desprecio y ridiculizados como fraudes morales. Por otro lado, en cuanto a la calidad económica de la democracia, se debe enfatizar sin descanso que no es la democracia sino la propiedad privada, la producción y el intercambio voluntario las fuentes últimas de la prosperidad y la civilización humana. En particular, contrariamente a los mitos generalizados, es necesario enfatizar que la falta de democracia no tuvo esencialmente nada que ver con la bancarrota del socialismo de estilo ruso. No era el principio de selección de los políticos lo que constituía el problema del socialismo. Era la política y la toma política de decisiones como tal. En lugar de que cada productor privado decidiera independientemente qué hacer con recursos particulares, como bajo un régimen de propiedad privada y contrato, con factores de producción total o parcialmente socializados, cada decisión requiere del permiso de otra persona. Es irrelevante para el productor cómo son elegidos los que dan el permiso. Lo que le importa, en absoluto, es que se debe pedir permiso. Mientras este sea el caso, el incentivo de los productores para producir se reducirá y se provocará un empobrecimiento. La propiedad privada es, entonces, tan incompatible con la democracia como con cualquier otra forma de gobierno político. En lugar de la democracia, tanto la justicia como la eficiencia económica requieren una sociedad de propiedad privada pura y sin restricciones —una ‘anarquía de la producción’— en la que nadie gobierna a nadie y todas las relaciones de los productores son voluntarias y, por tanto, mutuamente beneficiosas.

Por último, respecto a las consideraciones estratégicas, para abordar el objetivo de un orden social no explotador, es decir, una anarquía de propiedad privada, la idea de la regla de la mayoría debe volverse contra el mismo gobierno democrático. Bajo cualquier forma de gobierno, incluida una democracia, la ‘clase dominante’ (políticos y funcionarios) constituye solo una pequeña proporción de la población total. Si bien es posible que cien parásitos puedan llevar una vida cómoda con los productos de mil huéspedes, mil parásitos no pueden vivir de cien huéspedes. Basado en el reconocimiento de este hecho, parecería posible persuadir a la mayoría de los votantes de que es el colmo permitir que quienes viven de los impuestos de otras personas tengan voz en cuán altos son estos impuestos, y así decidir, democráticamente, quitarles el derecho al voto a todos los empleados del gobierno y a todos los que reciben beneficios del gobierno, ya sean beneficiarios de la asistencia social o contratistas del gobierno. Además, junto con esta estrategia es necesario reconocer la importancia abrumadora de la secesión y los movimientos secesionistas. Si las decisiones de la mayoría son ‘correctas’, entonces la mayor de todas las mayorías posibles, un gobierno mundial democrático, debe considerarse en última instancia ‘correcta’, con las consecuencias previstas al comienzo de este artículo. En cambio, la secesión siempre implica la separación de poblaciones más pequeñas de las más grandes. Se trata, pues, de un voto contra el principio de la democracia y el mayoritarismo. Cuanto más avance el proceso de secesión —hasta el nivel de pequeñas regiones, ciudades, distritos urbanos, pueblos, aldeas y, en última instancia, hogares individuales y asociaciones voluntarias de hogares y empresas privadas— más difícil será mantener el nivel actual de políticas redistributivas. Al mismo tiempo, cuanto más pequeñas sean las unidades territoriales, más probable será que unos pocos individuos, basados ​​en el reconocimiento popular de su independencia económica, logros profesionales sobresalientes, vida personal moralmente impecable, juicio superior, coraje y gusto, asciendan al rango de élites naturales reconocidas voluntariamente y se otorgue legitimidad a la idea de un orden natural de fuerzas de paz, jueces y jurisdicciones superpuestas en competencia (no monopolísticas) y financiadas libremente (voluntariamente), como existe incluso ahora en la arena del comercio y viaje internacional —una sociedad de ley privada pura— como respuesta a la democracia y a cualquier otra forma de gobierno político (coercitivo).


Traducido originalmente del inglés por Virna Vega. Revisado por Oscar Eduardo Grau Rotela. El artículo original se encuentra aquí.