Rodrigo Betancur has translated into Spanish Hoppe’s The Rise and Fall of the City (2005).
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El ascenso y caída de la ciudad
Hoppe explica por qué las ciudades existen y cómo los gobiernos las destruyen mediante la política intervencionista.
Casi todos los entornos urbanos en el mundo están plagados de conflictos entre grupos, tanto es así que los comentaristas políticos pueden hablar de votos y candidatos, generalmente en términos de composición demográfica e impacto del voto. No es sólo en Bagdad donde la gente lucha por las palancas del poder. Más bien, cada elección enciende el «voto religioso», el «voto negro», el «voto de los negocios», el «voto de la mujer», etc. Este es un triste comentario sobre la ciudad moderna, fundada en la Edad Media como un lugar de paz y de comercio y la cual vino a ser el fundamento mismo de la civilización.
¿Por qué existen estos conflictos y por qué la ciudad —el centro cultural de la civilización comercial caracterizada por la paz y la prosperidad— los atrae? Los marxistas dicen que ese conflicto urbano tiene sus raíces en la guerra entre el capital y el trabajo, los racistas dicen que su raíz se encuentra en la explotación de una raza por otra, y las feministas lo ven como el resultado de la lucha perpetua por el sexo. La religión evidentemente juega su papel también, tal como lo demuestra el caso de Irak.
Y, sin embargo, ninguno de estos factores habla de la causa fundamental del conflicto urbano. Como respuesta ofrezco esta reflexión, tomada de mi libro Monarquía, democracia y orden natural. Es el Estado, y ninguna otra institución o fuerza social, el que convierte la pacífica civilización urbana en una zona de guerra.
Ludwig von Mises explicaba la evolución de la sociedad —de la cooperación humana bajo la división del trabajo— como el resultado combinado de dos factores. Estos factores son, en primer lugar, las diferencias existentes entre los hombres (trabajo) y las desigualdades en la distribución geográfica de los factores de producción brindados por la naturaleza (tierra), y en segundo lugar, el reconocimiento del hecho de que la labor efectuada bajo la división del trabajo es más productiva que el trabajo realizado en aislamiento autosuficiente. Escribe:
Siempre y cuando la labor bajo la división del trabajo sea más productiva que el trabajo aislado, y siempre y cuando el hombre sea capaz de darse cuenta de este hecho, la acción humana por si misma tiende hacia la cooperación y la asociación, el hombre se convierte en un ser social, no al sacrificar su propios intereses en aras de una mítica Moloch, la sociedad, sino al perseguir el mejoramiento de su propio bienestar. La experiencia enseña que esta condición —la mayor productividad lograda bajo la división del trabajo— está presente porque su causa —la desigualdad innata de los hombres y la desigualdad en la distribución geográfica de los factores naturales de producción— es real. De esta manera estamos en condiciones de comprender el curso de la evolución social.[1]
Es importante destacar varios puntos interesantes a fin de lograr un entendimiento apropiado de esta idea fundamental de Mises sobre la naturaleza de la sociedad; puntos que también nos ayudarán a llegar a algunas conclusiones preliminares sobre los roles del sexo y la raza en la evolución social.
En primer lugar, es importante reconocer que las desigualdades con respecto al trabajo o la tierra son una condición necesaria pero de ninguna manera una condición suficiente para el surgimiento de la cooperación humana. Si todos los seres humanos fueran idénticos y todo el mundo estuviera equipado con idénticos recursos naturales, todo el mundo produciría la misma calidad y cantidad de bienes, y por tanto la idea de intercambio y cooperación nunca entraría en la mente de alguien.
Sin embargo, la existencia de desigualdades no es suficiente para lograr la cooperación. También hay diferencias en el reino animal: en particular la diferencia de sexo (género) entre los miembros de la misma especie animal, así como la diferencia entre las distintas especies y subespecies (razas), pero no hay tal cosa como la cooperación entre los animales.
Ciertamente, están las abejas y las hormigas que se conocen como «sociedades de animales». Pero forman sociedades sólo en sentido metafórico.[2] La cooperación entre las abejas y las hormigas se efectúa exclusivamente por factores biológicos: por instintos innatos. No pueden no cooperar como lo hacen, y sin ciertos cambios fundamentales en su estructura biológica, la división del trabajo entre ellos no está en peligro de romperse. En claro contraste, la cooperación entre los seres humanos es el resultado de acciones individuales con propósito, dirigidas conscientemente a la consecución de sus fines personales. Como resultado, la división del trabajo entre los hombres está constantemente amenazada con la posibilidad de desintegración.
En el reino animal, entonces, de la diferencia entre los sexos sólo puede decirse que es un factor de atracción: de la reproducción y la proliferación. Mientras que podemos referirnos a las diferencias entre especies y subespecies como un factor de repulsión: de separación, o incluso de fatal antagonismo, de evasión, lucha y aniquilación.
Además, en el reino animal no tiene sentido describir el comportamiento resultante de la atracción sexual como consensual (el amor) o sin consentimiento (violación), ni tampoco tiene sentido hablar de la relación entre miembros de diferentes especies o subespecies como uno de hostilidad y odio o de delincuente y víctima. En el reino animal sólo existe la interacción, que no es ni comportamiento cooperativo (social) ni comportamiento criminal (antisocial). Como escribe Mises:
Hay interacción —influencia recíproca— entre todas las partes del universo: entre el lobo y la oveja que devora; entre el germen y el hombre que mata, entre la piedra que cae y aquello sobre lo que cae. Por otra parte, la sociedad siempre implica hombres que actúan en cooperación con otros hombres a fin de permitir a todos los participantes alcanzar sus propios fines.[3]
Si la cooperación humana ha de evolucionar, además de las desigualdades en tierra y mano de obra, debe cumplirse con un segundo requisito. Los hombres —al menos dos de ellos— deben ser capaces de reconocer la mayor productividad de una división del trabajo basada en el reconocimiento mutuo de la propiedad privada (del control exclusivo de cada uno sobre su propio cuerpo y sus posesiones físicas) al compararla con la obtenida, o bien con el aislamiento autosuficiente, o bien con la agresión, depredación y dominación.
Es decir, debe haber un mínimo de inteligencia o racionalidad, y los hombres –al menos dos de ellos– deben tener la suficiente fuerza moral para entender este concepto y estar dispuestos a renunciar a la gratificación inmediata por una satisfacción aún mayor en el futuro. Si no fuera por la inteligencia y la voluntad consciente, escribe Mises, «los hombres hubieran permanecido por siempre como enemigos mortales entre sí, rivales irreconciliables en sus esfuerzos por asegurar una parte de la escasa oferta de medios de sustento que ofrece la naturaleza. Cada hombre se habría visto obligado a ver a todos los demás hombres como enemigos; el ansia por la satisfacción de sus apetitos le habría llevado a un conflicto implacable con todos sus vecinos. Bajo tal estado de cosas no se hubieran podido desarrollar sentimientos de compasión, solidaridad o simpatía».[4]
Hay miembros de la especie humana que son capaces de entender el concepto, pero que carecen de la fuerza moral para actuar en consecuencia. Tales personas bien pueden ser, bestias inofensivas que viven aparte, separadas de la sociedad humana, o simplemente son delincuentes. Hay personas que a sabiendas actúan equivocadamente y que además de tener que ser domesticadas, o incluso físicamente derrotadas, deben ser castigadas en proporción a la gravedad de su crimen para hacerles comprender la naturaleza de sus malas acciones y es de esperarse que con ello aprendan una lección para el futuro. La cooperación humana (la sociedad) puede prevalecer y avanzar siempre y cuando el hombre sea capaz de dominar, domesticar, apropiar, y cultivar su entorno físico y animalístico, y siempre que consiga reprimir el delito, reduciéndolo a una rareza por medio de la autodefensa, la protección de la propiedad y el castigo.[5]
Una vez se cumplen estos requisitos, sin embargo, y mientras el hombre, motivado por el conocimiento de la mayor productividad física de la división del trabajo basada en la propiedad privada, se dedica a intercambios mutuamente beneficiosos, las fuerzas «naturales» de atracción que surgen de las diferencias entre los sexos y las fuerzas «naturales» de repulsión o enemistad derivadas de las diferencias entre, e incluso dentro de, las razas, puede ser transformadas en verdaderas relaciones «sociales». La atracción sexual, de cópula, puede transformarse en relaciones consensuales, en lazos de unión mutua, en hogares, familias, amor y afecto.[6] (Lo demuestra la enorme productividad del hogar familiar que, como ninguna otra institución, ha demostrado ser más duradera o capaz de producir tales emociones). Y la repulsión inter e intrarracial puede transformarse de sentimientos de enemistad u hostilidad a preferencia por la cooperación (comercial) entre sí.[7]
La cooperación humana —la división del trabajo— basada en hogares familiares integrados y en separados domicilios, pueblos, tribus, naciones, razas, etc., en donde las naturales atracciones y repulsiones biológicas del hombre, a favor y en contra, del uno y del otro, se transforman en un sistema de asignación espacial (geográfico) mutuamente reconocido (de aproximación e integración física, o de separación y segregación, y de contacto directo o indirecto, intercambio y comercio), conduce a mejores niveles de vida, a una población creciente, a la extensificación e intensificación de la división del trabajo, y a crecientes diversidad y diferenciación.[8]
Como resultado de este desarrollo y de un aumento cada vez más rápido de mercancías y deseos que pueden ser adquiridos y satisfechos solo de manera indirecta, surgirán los comerciantes profesionales, los mercaderes y los centros de comercio. Los comerciantes y las ciudades funcionan como mediadores de los intercambios indirectos entre hogares y asociaciones comunales separados territorialmente y se convierten así en el lugar y foco sociológico y geográfico de asociación intertribal o interracial.
Será dentro de la clase de los comerciantes en la cual son relativamente más comunes los matrimonios mixtos entre razas, etnias o tribus; y como la mayoría de las personas, de ambos grupos de referencia, por lo general desaprueban este tipo de alianzas, serán los miembros más ricos de la clase comerciante quienes puedan permitirse tales extravagancias. Sin embargo, incluso miembros de las familias más ricas de los comerciantes serán muy circunspectos en tales menesteres. Con el fin de no poner en peligro su propia posición como comerciante, se debe tener mucho cuidado para que todo matrimonio mixto sea un matrimonio entre «iguales».[9]
En consecuencia, será en las grandes ciudades como centros de intercambio y comercio internacional, donde una variedad de parejas y sus descendientes residen habitualmente, donde los miembros de diferentes etnias, tribus, razas, incluso si no se casan, todavía entran regularmente en contacto personal directo entre sí (de hecho, que lo hagan así es requerido para que, al regresar a casa, los respectivos miembros de tribu, no tengan que tratar directamente con extraños más o menos desagradables), y donde surgirá el más elaborado, y altamente desarrollado, sistema de integración y segregación, física y funcional.[10] También será en las grandes ciudades donde, como reflejo subjetivo de este complejo sistema de asignación funcional de espacios, los ciudadanos desarrollarán las más refinadas formas de conducta profesional y personal, de etiqueta, y de estilo. Es la ciudad la que engendra civismo y vida civilizada.
Para mantener la ley y el orden dentro de una ciudad grande, con su intrincado patrón de integración y separación, físico y funcional, hará su aparición una gran variedad de jurisdicciones, jueces, árbitros y agencias de cumplimiento además de autodefensa y protección privada. Habrá en la ciudad lo que uno podría llamar gobernabilidad, pero no habrá ningún gobierno (Estado).[11]
Para que un Estado surja es necesario que uno de esos jueces o árbitros consiga establecerse a sí mismo como un monopolio. Es decir, debe ser capaz de insistir en que ningún ciudadano puede elegir a otro sino a él, como juez o árbitro de última instancia, y debe suprimir con éxito la aparición de cualquier otro juez o árbitro que trate de asumir el mismo papel (por ende en competencia contra él).
Más interesante que la pregunta de qué es un gobierno, sin embargo, son las siguientes preguntas: ¿Cómo es posible que un juez pueda adquirir el monopolio del poder, dado que otros jueces se opondrán naturalmente, a cualquier tentativa en ese sentido; y qué específicamente hace que sea posible, y qué implica, establecer un monopolio de ley y orden en una ciudad grande, es decir, sobre un territorio poblado por una mezcla de etnias, tribus y razas?
En primer lugar, casi por definición se deduce que con el establecimiento de un gobierno en la ciudad aumentarán las tensiones interraciales, tribales, étnicas y de clanes familiares debido a que el monopolista, sea quien sea, debe ser de uno u otro origen étnico, por lo que ser el monopolista será considerado por los ciudadanos de otras etnias como un retroceso insultante, es decir, como un acto de discriminación arbitraria contra las personas de otra raza, tribu o clan. Se perturbará entonces el delicado equilibrio de interracial, interétnico, y de cooperación pacífica interfamiliar, logrado mediante el intrincado sistema de integración y separación espacial y funcional.
En segundo lugar, esta idea conduce directamente a la respuesta de cómo un juez único, pueda en alguna forma ganarles a todos los demás. En resumen, para vencer la resistencia de los jueces en competencia, un aspirante al monopolio debe asegurarse el apoyo adicional de la opinión pública. En un entorno étnicamente mixto esto significa normalmente jugarse «la carta racial». El candidato al monopolio debe elevar la conciencia racial, tribal o de clan entre los ciudadanos de su propia raza, tribu, clan, etc., y prometer, a cambio de su apoyo, ser más que un juez imparcial en los asuntos relacionados con la propia raza, tribu o clan (exactamente lo que los ciudadanos de otros antecedentes étnicos temen, es decir, el ser tratados con menos que la imparcialidad).[12]
En esta etapa de esta reconstrucción sociológica hagamos, sin más explicaciones, rápidamente introduzcamos unos pocos pasos adicionales necesarios para llegar a un escenario contemporáneo realista en cuanto a raza, sexo, sociedad y del Estado. Naturalmente, un monopolista tratará de mantener su posición e incluso convertirla en un título hereditario (es decir, convertirse en un rey). Sin embargo, lograr esto dentro de una ciudad mixta étnica o tribalmente es una tarea mucho más difícil que dentro de una comunidad rural homogénea. En cambio, en las grandes ciudades los gobiernos son mucho más propensos a adoptar la forma de una república democrática: con «entrada libre» a la posición de gobernante supremo, a la competencia entre partidos políticos y a las elecciones populares.[13] En el curso del proceso de centralización política[14] —la expansión territorial de un gobierno a expensas de otro— este modelo de gobierno de ciudad grande se convertirá esencialmente en su forma única: la de un Estado democrático en ejercicio de un monopolio judicial sobre un territorio con población étnica o racialmente diversa.
Si bien el monopolio judicial de los gobiernos hoy en día normalmente se extiende mucho más allá de una sola ciudad y en algunos casos a lo largo de casi todo un continente, las consecuencias para las relaciones entre razas y sexos y la aproximación y la segregación territoriales de un gobierno (monopolio) todavía se pueden observar mejor en las grandes ciudades, por su progresivo deterioro de centros de civilización, a centros de degeneración y decadencia.
Con un gobierno central que se extiende por ciudades y campos, se crean países, paisanos (de la propia tierra) y extranjeros. Esto no tiene efecto inmediato en el campo, donde no hay extranjeros (miembros de diferentes etnias, razas, etc.). Pero en los grandes centros comerciales, donde hay poblaciones mixtas, la distinción jurídica entre paisano y extranjero (antes que dueños de propiedad privada de distintas etnias o razas) conduce casi invariablemente a una cierta forma de exclusión forzada y a una reducción del nivel de cooperación interétnica.
Por otra parte, con un Estado central en su lugar, la segregación y la separación físicas entre ciudad y campo se reducirán sistemáticamente. Con el fin de ejercer el monopolio judicial, el gobierno central debe ser capaz de acceder a la propiedad privada de todos los paisanos, y para ello debe tomar el control de todos los caminos existentes e incluso ampliar el actual sistema de carreteras. Diferentes familias y pueblos son así puestos en contacto más estrecho de lo que hubiera sido de desear, y la distancia y separación físicas entre ciudad y campo se verá sensiblemente disminuida. De este modo, internamente, se promoverá la integración forzada.
Naturalmente, esta tendencia hacia la integración forzada será más pronunciada en las ciudades debido a la monopolización de vías y calles. Esta tendencia se verá estimulada cuando, como es típico, el gobierno tiene su sede en una ciudad. Un gobierno elegido popularmente no puede evitar usar su monopolio judicial para participar en políticas redistributivas a favor de su circunscripción racial o étnica, lo cual invariablemente atraerá aún más a miembros de su propia tribu, y con los cambios en el gobierno más miembros de más y diferentes tribus serán atraídos del campo a la ciudad capital para recibir empleo o dádivas del gobierno. Como resultado, no sólo la capital se vuelve relativamente «de gran tamaño» (mientras otras ciudades se encogen). Al mismo tiempo, debido a la monopolización de las calles «públicas» —donde todo el mundo puede deambular por donde quiera— se estimulará toda forma de tensión y animosidad entre las minorías étnicas, tribales y raciales.
Además, si bien los matrimonios entre diferentes razas, tribus y etnias fueron originalmente escasos y limitados a los estratos superiores de la clase mercantil, con la llegada de burócratas de varias tribus, etnias y razas a la ciudad capital, la frecuencia del matrimonio interétnico aumentará, y el enfoque de las relaciones sexuales interétnicas —incluso sin matrimonio— pasará cada vez más de la clase alta de los comerciantes a las clases bajas; incluso a la clase más baja de los receptores de asistencia social. El apoyo del gobierno a la asistencia social llevará naturalmente a un aumento en la tasa de natalidad de los beneficiarios de asistencia en comparación con la tasa de natalidad de otros miembros, particularmente, con los miembros de la clase alta de su tribu o raza.
Como resultado de este crecimiento desproporcionado de las clases más bajas y con un número cada vez mayor de descendientes de mezclas de etnias, tribus y razas, sobre todo en los estratos más bajos, va a cambiar también, poco a poco, el carácter democrático (popular) del gobierno. En lugar de la «carta racial» esencialmente como único instrumento político, la política se convertirá cada vez más en una «política de clases». Los gobernantes pueden depender, pero no exclusivamente, de su atractivo y su apoyo tribales, étnicos o raciales, sino que cada vez más tratarán de encontrar apoyo cruzando líneas tribales o raciales, apelando al sentimiento universal de envidia e igualitarismo (ya no de tribu ni de raza específica), es decir, a la clase social (los intocables o los esclavos contra los amos, los trabajadores contra los capitalistas, los pobres contra los ricos, etc.).[15], [16]
La mezcla cada vez mayor de la política igualitaria de clases con políticas tribales preexistentes conduce a mayores, hostilidad y tensión, raciales y sociales, y a una aún mayor proliferación de la población de las clases más bajas. Además de ciertos grupos étnicos o tribales compelidos a salir de las ciudades como consecuencia de las políticas tribales, cada vez más miembros de las clases altas de todos los grupos étnicos o tribales saldrán de la ciudad hacia los suburbios (sólo para ser seguidos —por medio del transporte público (del gobierno)— por las mismas personas de cuyas conductas habían tratado de escapar).[17]
Con la salida de la clase alta y de los comerciantes en grandes cantidades, sin embargo, se debilitarán una de las últimas fuerzas civilizadoras, y lo que queda abandonado en las ciudades representa una selección cada vez más negativa de la población: los burócratas del gobierno que trabajan pero no viven allí, y los delincuentes, y los marginados de todas las tribus y razas que viven allí, pero que no trabajan, sino que sobreviven del Estado de bienestar. (Piense solamente en Washington, D. C.)
Cuando uno pensaba que las cosas no podrían a ser peor, empeoran. Después que se han jugado las cartas de «raza» y «clase» y han hecho su trabajo devastador, el gobierno recurre a las cartas de sexo y género, y «la justicia racial» y «la justicia social» se complementan con la «justicia de género».[18] El establecimiento de un gobierno —un monopolio judicial— no sólo implica que jurisdicciones anteriormente separadas sean integradas a la fuerza (como en los distritos segregados étnica o racialmente, por ejemplo); implica al mismo tiempo que jurisdicciones antes plenamente integradas (como en los hogares y las familias) sean, a la fuerza, desgarradas o incluso disueltas.
En vez de considerar los asuntos intrafamiliares e intrahogareños (temas como el aborto, por ejemplo) para ser juzgados o arbitrados por nadie más que el jefe del hogar o los miembros de la familia,[19] una vez que un monopolio judicial se ha establecido, sus agentes —el gobierno— llegan a ser jueces y árbitros de última instancia, y naturalmente tratarán de expandir sus funciones, de todos los asuntos familiares. Para ganar el apoyo popular por su papel el gobierno (además de enfrentar una clase tribal, racial, o social contra otra) de igual manera promoverá la división dentro de la familia: entre los sexos —marido y mujer— y las generaciones —padres e hijos—.[20] Una vez más, esto será particularmente notable en las grandes ciudades.
Toda forma de asistencia social por parte del gobierno: la transferencia obligatoria de riqueza o de ingresos de los «que tienen» hacia quienes «nada tienen» reduce el valor de la membrecía personal en un sistema extendido de hogares familiares como sistema social de cooperación mutua y de ayuda y asistencia. El matrimonio pierde valor. Para los padres se reduce el valor y la importancia de una «buena» educación para sus propios hijos. En consecuencia, de los hijos hacia sus propios padres habrá menores, respeto y atención. Debido a la alta concentración de receptores de asistencia social, está ya bastante avanzada la desintegración de la familia en las grandes ciudades. Al apelar al género y a la generación (edad) como fuente de apoyo político y a la promoción y promulgación de legislación basada en el sexo (género) y en la familia, invariablemente se debilitan la autoridad de los jefes de hogar y la «natural» jerarquía intergeneracional dentro de las familias y disminuye el valor de la familia multigeneracional como unidad básica de la sociedad humana.
Ciertamente, y debe quedar claro, en el momento en que la ley y la legislación gubernamental suplantan el derecho y la legislación de la familia (incluidos los acuerdos intrafamiliares con relación al matrimonio, la descendencia de la familia conjunta, la herencia, etc.), solo se obtiene la erosión sistemática de los valores y de la importancia de la institución familiar. Porque, ¡qué es una familia si no puede siquiera encontrar y mantener su propia ley y orden internos! Al mismo tiempo, y debe quedar claro también, aunque no ha sido suficientemente señalado, desde el punto de vista de los gobernantes, la capacidad de interferencia en los asuntos internos de la familia tienen que considerarla como el premio supremo y el pináculo de su propio poder.
Una cosa es explotar los resentimientos tribales o raciales o la envidia de clase para la ventaja personal de uno. Otra muy distinta es lograr utilizar las disputas que surjan dentro de las familias para romper todo el sistema —generalmente armonioso— de las familias autónomas: para arrancar de raíz a los individuos de sus familias a fin de aislarlos y atomizarlos, lo cual aumenta el poder del Estado sobre ellos. En consecuencia, a medida que se implementa la política de familia del gobierno, también se incrementan los divorcios, la soltería, la maternidad soltera y la ilegitimidad, los incidentes entre padres o entre cónyuges, la negligencia con, o el abuso de, los niños, y la variedad y frecuencia de estilos de vida «no tradicionales».[21]
Paralelo a este desarrollo habrá un aumento gradual pero constante de la delincuencia y de las conductas delictivas. Bajo los auspicios monopolistas, la ley (el derecho natural) será invariablemente transformada en legislación. Como resultado de un proceso interminable de redistribución de ingresos y de riqueza en nombre de la discriminación racial, social, y de la justicia de género, la idea misma de justicia como conjunto de principios universales e inmutables de conducta y cooperación, en última instancia, se irá erosionando y destruyendo. En lugar de ser concebido como algo preexistente (y por descubrir), el derecho es cada vez más una ley redactada por el Estado (legislación).
En consecuencia, no sólo aumentará la incertidumbre jurídica, sino que, en reacción, la tasa social de preferencia temporal se elevará (es decir, la gente en general estará más orientada al presente y a la planificación a un horizonte temporal cada vez más corto). También se promoverá el relativismo moral. Porque si no existe tal cosa como un derecho absoluto, se desprende que tampoco habrá un agravio o una injusticia absoluta. De hecho, lo que hoy es correcto puede ser incorrecto mañana, y viceversa.
El aumento de las preferencias temporales combinado con el relativismo moral, entonces, constituye el caldo de cultivo perfecto para los delincuentes y los delitos: una tendencia especialmente evidente en las grandes ciudades. Es aquí donde la disolución de las familias está más avanzada, cuando existe la mayor concentración de receptores de asistencia social, donde ha llegado más lejos el proceso de pauperización genética, y donde son más virulentas las tensiones tribales y raciales como resultado de la integración forzada. Más bien que centros de civilización, las ciudades se han convertido en centros de desintegración social, corrupción, brutalidad y delincuencia.[22]
Sin duda, la historia es determinada en última instancia por las ideas, y las ideas pueden, al menos en principio, cambiar casi instantáneamente. Pero, para que las ideas cambien no es suficiente que la gente vea que algo está equivocado. Por lo menos un número importante de personas debe ser también lo suficientemente inteligente como para reconocer qué es lo que está mal. Es decir, deben entender los principios básicos sobre los cuales la sociedad —la cooperación humana— se basa: los mismos principios explicados aquí. Y deben tener suficiente fuerza de voluntad para actuar de acuerdo con esta idea.
El Estado —un monopolio judicial— debe ser reconocido como la fuente de descivilización: los Estados no crean la ley y el orden; los destruyen. Las familias y los hogares deben ser reconocidos como la fuente de la civilización. Es esencial que los jefes de familia y de hogar reafirmen su autoridad de última instancia, como jueces en todos los asuntos internos de la familia. Los hogares deben ser declarados territorio inviolable, extraterritorial, como las embajadas extranjeras. La libre asociación y la exclusión del territorio deben ser reconocidos, no como cosas malas, sino buenas, que facilitan la cooperación pacífica entre diferentes grupos étnicos y raciales. La asistencia social debe ser reconocida como un asunto exclusivamente de las familias y la caridad voluntaria, y el Estado de bienestar como nada más que la subvención de la irresponsabilidad.
Traducido del inglés originalmente por Rodrigo Betancur. Revisado y corregido por Oscar Eduardo Grau Rotela. El artículo original se encuentra aquí.
Notas
[1] Ludwig von Mises, Human Action: A Treatise on Economics, Scholar’s Edition (Auburn, Ala: Ludwig von Mises Institute, 1998), p. 160.
[2] Véase sobre esto Jonathan Bennett, Rationality: An Essay Toward an Analysis (Londres: Routledge and Kegan Paul, 1964).
[3] Mises, Human Action, p. 169.
[4] Ibíd., p. 144.
[5] Rara vez ha hecho Mises más énfasis sobre la importancia de la cognición y la racionalidad que en el surgimiento y mantenimiento de la sociedad. Explica que
uno puede admitir que en hombres primitivos la propensión a matar y destruir y la disposición para la crueldad eran innatas, también podemos asumir que bajo las condiciones de edades tempranas la inclinación por la agresión y el asesinato era favorable a la preservación de la vida. El hombre fue alguna vez una bestia brutal. Pero uno no debe olvidar que era físicamente un animal débil; no hubiera sido un rival para las grandes bestias de presa si no hubiera estado equipado con un arma peculiar, la razón. El hecho de que el hombre es un ser razonable que, por tanto, no cede sin inhibiciones a todo impulso, sino que ordena su conducta conforme a una deliberación razonable, no debe denominarse antinatural desde un punto de vista zoológico. La conducta racional significa que el hombre, frente al hecho de que no puede satisfacer todos sus impulsos, deseos y apetitos, renuncia a la satisfacción de aquellos que él considera menos urgentes. Para no poner en peligro el funcionamiento de la cooperación social, el hombre se ve obligado a abstenerse de satisfacer aquellos deseos cuya satisfacción dificultaría el establecimiento de instituciones sociales. No hay duda de que tal renunciación es dolorosa, sin embargo, él ha hecho su elección, ha renunciado a la satisfacción de algunos deseos incompatibles con la vida social y ha dado prioridad a la satisfacción de aquellos deseos que pueden realizarse solamente, o de una manera más profusa, bajo un sistema de división del trabajo. Esta decisión no es irrevocable y definitiva, la elección de los padres no reduce la libertad de elegir de los hijos. Estos pueden revertir la decisión. Todos los días pueden proceder a la transvaloración de los valores y preferir la barbarie a la civilización o, como dicen algunos autores, el alma al intelecto, el mito a la razón y la violencia a la paz. Pero deben elegir, es imposible tener cosas incompatibles entre sí. (Human Action, pp. 171-172).
Véase sobre esto también Joseph T. Salerno, «Ludwig von Mises as Social Rationalist», Review of Austrian Economics 4 (1990).
[6] «En el marco de la cooperación social», escribe Mises,
pueden surgir entre los miembros de la sociedad los sentimientos de simpatía y de amistad y del sentido de pertenencia común. Estos sentimientos son la fuente de las más deliciosas y las más sublimes experiencias del hombre. Ellas son el adorno más preciado de la vida; levantan la especie animal del hombre a la altura de una real existencia humana. Sin embargo, no son, como algunos han afirmado, los agentes que han dado lugar a las relaciones sociales. Son los frutos de la cooperación social, se desarrollan sólo dentro de su marco; no precedieron el establecimiento de relaciones sociales ni son la semilla de la que provienen. (Ibíd., p.144).
«La atracción sexual mutua entre hombre y mujer», Mises explica además,
es inherente a la naturaleza animal del hombre y es independiente de cualquier pensamiento y especulación. Es permitido llamarla original, vegetativa, instintiva, o misteriosa. Sin embargo, ni la cohabitación, ni lo que lo precede o lo que le sigue, genera cooperación social ni modos sociales de vida. Los animales también se unen en el apareamiento, pero no han desarrollado relaciones sociales. La vida familiar no es meramente el producto de la relación sexual. No es, de manera alguna, natural ni necesario que padres e hijos vivan juntos en la forma en que lo hacen en la familia. La relación del apareamiento no necesariamente resulta en una organización familiar. La familia humana es el resultado de pensar, planificar y actuar. Es este hecho lo que la diferencia radicalmente de los grupos de animales que llamamos per analogiam familias de animales. (Ibíd., p. 167)
[7] Sobre la significación de la raza y la etnia y, especialmente, sobre la «similitud y disimilitud genéticas» como origen de la atracción y la repulsión mutuas, véase J. Philippe Rushton, Race, Evolut¡on, and Behavior. Del mismo: «Gene Culture, Co-Evolution and Genetic Similarity Theory: Implications for Ideology, Ethnic Nepotism, and Geopolitics», en Politics and the Life Sciences, 4, 1986; «Genetic SImilarity, Human Altruism, and Group Selection», en Behavioral and Brain Sciences, 12, 1989; «Genetic Similarity in Male Friendships», Ethology and Sociobiology, 10, 1989. Pueden verse también, de MichaeJ Levin, Why Race Matters. Y «Why Race Matters: A Preview», en Joumal of Libertarian Studies, 12, número 2, 1996.
[8] Véase Murray N. Rothbard, «Freedom, Inequality, Primitivism, and the Division of Labor», in ídem, Egalitarianism as a Revolt Against Nature and Other Essays (Auburn, Ala.: Instituto Ludwig von Mises, 2000).
[9] Véase Wilhelm Mühlmann, Rassen, Ethnien, Kulturen: Moderne Ethnologie (Neuwied: Luchterhand, 1964), pp. 93 a 97. En general, aparte de los estratos superiores de la clase de los comerciantes, la mezcla racial o étnica pacífica suele restringirse a los miembros de la clase social alta, es decir, a los nobles y aristócratas. De esta manera, las familias menos étnica o racialmente puras son característicamente las principales dinastías reales.
[10] Por ejemplo, Fernand Braudel ha dado la siguiente descripción del complejo patrón de separación espacial y de integración funcional y la correspondiente multiplicidad de jurisdicciones, separadas y en competencia, desarrolladas en los centros comerciales de la talla de Antioquía, durante el apogeo de la civilización islámica, entre los siglos VIII y XII: En el centro de la ciudad
estaba la Gran Mezquita, la del sermón semanal… Cerca estaba el bazar, es decir, el barrio de los comerciantes con sus calles y tiendas (el zoco) y sus caravasares o almacenes, así como los baños públicos… Los artesanos se agrupaban concéntricamente, a partir de la Gran Mezquita: en primer lugar, los fabricantes y vendedores de perfumes e incienso, y luego las tiendas de venta de telas y alfombras, joyerías y tiendas de alimentos y finalmente los más humildes oficios… mensajeros, zapateros, herreros, alfareros, talabarteros, tintoreros. Sus tiendas marcaban los bordes de la ciudad… En principio, cada uno de estos oficios tenía su ubicación fija en todos los tiempos. Del mismo modo, el maghzen o cuartel del Príncipe, en principio, estaba situado en las afueras de la ciudad, lejos de motines o revueltas populares. Junto a ella, y bajo su protección, estaba el mellah o barrio judío. El mosaico se completa con una gran variedad de distritos residenciales, divididos por raza y religión: había cuarenta y cinco en Antioquía solamente. «La ciudad era un conglomerado de diferentes barrios, todos los cuales vivían bajo el temor de la masacre». Así que los colonos occidentales nunca empezaron en ninguna parte la segregación racial; aunque en ninguna parte la suprimieron. (Braudel, A History of Civilizations [Nueva York: Penguin Books, 1995], p. 66).
[11] Véase Otto Brunner, Sozialgeschichte Europas im Mittelalter (Gottingen: Vandenhoeck and Ruprecht, 1984), cap. 8; Henri Pirenne, Medieval Cities (Princeton, N.J.: Princeton University Press, 1969); Charles Tilly and Wim P. Blockmans, eds., Cities and the Rise of States in Europe, 1000-1800 (Boulder, Cob.: Westview Press, 1994); Boudewijn Bouckaert, «Between the Market and the State: The World of Medieval Cities», in Values and the Social Order, Vol.3, Voluntary versus Coercive Orders, Gerard Radnitzky, ed. (Aldershot, Reino Unido: Avebury, 1997). Incidentalmente, los tan denostados guetos judíos, que eran característicos de las ciudades europeas durante la Edad Media, no eran indicativos del reconocimiento de una situación de inferioridad jurídica de los judíos o de discriminación contra los mismos. Por el contrario, el gueto era un lugar donde los judíos disfrutaban de completa autonomía y donde se aplicaba la ley rabínica. Véase sobre esto Guido Kisch, The Jews in Medieval Germany (Chicago: University of Chicago Press, 1942); también Erik von Kuehnelt-Leddihn, «Hebrews and Christians», Rothbard-Rockwell Report 9, no. 4 (Abril, 1998).
[12] Para un tratamiento sociológico de la primera etapa (predemocrática) en el desarrollo de ciudades-estado, que se caracterizaban por un gobierno de patricios aristocráticos fundado y divido por familias (clanes) y conflictos familiares, véase Max Weber, The City (New York: Free Press, 1958), cap. 3. Véase también la nota 16 abajo.
[13] Esta declaración relativa a la forma de gobierno en las grandes ciudades comerciales característicamente democrática —republicana en lugar de monárquica— no debe ser malinterpretada como una simple propuesta empírico-histórica. De hecho, históricamente la formación de gobiernos es anterior al desarrollo de grandes centros comerciales. La mayoría de los gobiernos habían sido monárquicos o principescos, y cuando las grandes ciudades comerciales surgieron por primera vez, el poder de los reyes y príncipes típicamente también se extendió inicialmente a estas zonas urbanas recién desarrolladas. En su lugar, la afirmación anterior debería interpretarse como una proposición sociológica sobre la improbabilidad del origen endógeno del gobierno de reyes o príncipes sobre grandes centros comerciales con población étnicamente mixta, es decir, como una respuesta a una cuestión esencialmente hipotética y contra fáctica. Véase a este Max Weber, Soziologie, Analysen Weltgeschichtliche, Politik (Stuttgart: Kroener, 1964), pp. 41 a 42, quien señala que los reyes y nobles, aunque residían en las ciudades, no obstante, decididamente no eran reyes ni nobles de ciudad. Los centros de su poder descansaba fuera de las ciudades, en el campo, y el dominio que tenían sobre los grandes centros comerciales sólo era tenue. Por lo tanto, los primeros experimentos con formas de gobierno democráticas republicanas se produjeron característicamente en ciudades que se desprendieron y ganaron su independencia de su entorno predominantemente monárquico y rural.
[14] Sobre la competencia eliminativa y la tendencia inherente de los Estados hacia una centralización y hacia una expansión territorial —en última instancia hasta el punto del establecimiento de un gobierno mundial— ver Democracy: The God That Failed, capítulos 5, 11 y 12.
[15] Véase sobre esto Helmut Schoeck, Envy: A Theory of Social Behavior (New York: Harcourt, Brace and World, 1970); Rothbard, Egalitarianism as a Revolt Against Nature and Other Essays; y esp. «Freedom, Inequality Primitivism, and the Division of Labor», en ibíd.
[16] Para un tratamiento sociológico de esta segunda etapa —democrática o «plebeya»— en el desarrollo del gobierno de las ciudades, basado y dirigido por clases y «conflictos de clase» (en lugar de clanes y conflictos familiares, como durante la etapa de desarrollo anterior del gobierno patricio), véase Max Weber, The City, cap. 4. En contraste con el gobierno de la ciudad patricia, el gobierno plebeyo, observa Weber de manera importante, se caracteriza por
un nuevo concepto de la naturaleza de la ley. El comienzo de la legislación fue paralelo a la abolición del régimen patricio. La legislación tomó inicialmente la forma de estatutos carismáticos por los aesymnetes [gobernadores en posesión del poder supremo por un tiempo limitado]. Pero pronto se aceptó la nueva creación de leyes permanentes. De hecho, la nueva legislación de la eclesia se hizo tan usual que produjo un estado de flujo continuo. Pronto una administración de justicia puramente secular se aplicó a las leyes o, en Roma, a las instrucciones del magistrado. La creación de leyes llegó a un estado tan fluido que, finalmente, en Atenas se planteó cada año la cuestión de si las leyes existentes debían mantenerse o modificarse. Así se convirtió en una premisa aceptada que la ley se crea artificialmente y que debe basarse en la aprobación de aquellos a quienes se aplicará. (pp. 170-71)
Del mismo modo, en las ciudades-estado medievales de Europa, el «establecimiento de un gobierno por parte del popolo tuvo consecuencias similares. También se han elaborado enormes ediciones de leyes municipales y se han codificado el derecho consuetudinario y las normas de los tribunales (derecho procesal), lo que ha producido un superávit de estatutos de todo tipo y un exceso de funcionarios» (p. 172). De la mano con el cambio de concepto de ley viene una conducta política diferente.
La justicia política del sistema popolo con su sistema de espionaje oficial, su preferencia por las acusaciones anónimas, los procedimientos inquisitivos acelerados contra los magnates y la prueba simplificada (por «notoriedad») fue la contrapartida democrática de los juicios venecianos del Consejo de los Diez [aristocrático-patricio]. Objetivamente, el sistema popolo se identificó por: la exclusión de todos los miembros de familias con un estilo de vida caballeresco del cargo; la obligación de los notables mediante promesas de buena conducta; la puesta en libertad bajo fianza de todos los miembros de la familia de los notables; el establecimiento de una ley penal especial para los delitos políticos de los magnates, especialmente insultando el honor de un miembro de la población; la prohibición de que un noble adquiera bienes limítrofes con el de un miembro de la población sin el consentimiento de este. Puesto que las familias nobles podían ser aceptadas expresamente como parte de la población, [sin embargo], incluso las oficinas del popolo estaban casi siempre ocupadas por nobles. (pp. 160-61)
[17] Véase sobre esta tendencia Edward Banfield, The Unheavenly City Revisited (Boston: Little, Brown, 1974).
[18] Véase sobre esto Murray N. Rothbard, «The Great Women’s Lib Issue: Setting it Straight», en Egalitarianism as a Revolt Against Nature and Other Essays; Michael Levin, Feminism and Liberty (New Brunswick, NJ: Transaction Publishers, 1987).
[19] Véase Robert Nisbet, Prejudices: A Philosophical Dictionary (Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1982), pp. 1-8, 110-17.
[20] Véase sobre esto Murray N. Rothbard, «Kid Lib», en Egalitarianism as a Revolt Against Nature and Other Essays.
[21] Véase sobre esto Allan C. Carlson, «What Has Government Done to Our Families?», Essays in Political Economy (Auburn, Ala.: Ludwig von Mises Institute, 1991); Bryce J. Christensen, «The Family vs. the State», Essays in Political Economy (Auburn, Ala.: Ludwig von Mises Institute, 1992).
[22] Puede verse Edward C. Banfield, «Present-Orientedness and Crime», en Randy E. Barnett y John Hagel (eds.), Assessing the Criminal. David Walters, «Crime in the Welfare State», en Robert J. Bidinotto (ed.), Criminal Justice?: The Legal System vs. Individual Responsibility. También James Q. Wilson, Thinking About Crime. Nueva York. Vintage Books, 1985.